Si Zapeando hubiese sido fiel a sus principios, ni siquiera habría llegado a las 100 emisiones. ¿Qué digo 100? En menos de un mes, en 25 entregas, hubiera recibido el pasaporte. Porque Zapeando, hagamos un poco de memoria, en sus orígenes, trataba de ser una tertulia sobre televisión. Los colaboradores, sin ninguna mesa de por medio, como los que asisten a La Sexta noche o a Millennium, tenían como misión desentrañar lo que habían dado de sí las emisiones de los últimos días, con la única limitación de la restricción de imágenes a según qué cadenas.

Siendo un programa amable, cordial, de sobremesa, no se planteaba como un espacio de humor. Por lo que sus primeros tertulianos, lejos de presentar el perfil de monologuistas, estaban más próximos a lo que llamaríamos analistas de televisión. Y no es que allí se tratasen en las primeras entregas asuntos relacionados con la semiótica, ni se lanzaban ningún tipo de teorías de alto nivel. Pero los intentos fueron vanos. Se impuso la realidad. Y la realidad era que si La Sexta ponía en pie algo parecido a aquella "mesa de televisión" que en 2004 incluyó el programa Channel nº 4 presentado por Boris Izaguirre y Ana García Siñeriz en la Cuatro fundacional, los audímetros mostraban cifras alarmantes.

Así es que la reacción no se hizo esperar. El tono varió 180 grados, los primeros colaboradores hicieron mutis por el foro, y en cuestión de semanas Zapeando había mutado en programa de humor, que tomaba la televisión como pretexto, pero cuya razón de ser se alejaba diametralmente de lo que entendemos por una aproximación a la crítica televisiva.

¿Que si me gusta Zapeando? Digamos que ni sí ni no sino todo lo contrario. Entretiene, pese a sus excesos, y sirve de termómetro para conocer qué nivel de exigencia tiene el espectador de sobremesa: la justita.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios