Semana Santa

A mi madre

Señor de la Humildad

Señor de la Humildad / Alberto Domínguez

Llegó a ti como suceden las cosas que parecen que no están planeadas, la divina providencia, de rebote podría decirse y casi con la juventud bañada por las últimas luces de la tarde, aunque nadie lo diría. Tú lo sabías todo. Y así lo querías. No fue fácil, pero, ¿es que a caso los caminos del Señor son llanos? Lo único que te importaba en ese momento es que una nueva familia creciera basada en el amor a Cristo y que, en ese salón, donde tantos años decoraron sus paredes túnicas blancas con capas azulinas, hubiera dos cuadros presidiendo. Uno de plata forjada como su simpecado peregrino por caminos de arena, y otro, más pequeño, menos a la vista, pero siempre presente, el tuyo.

Una fotografía, un regalo, una vía directa con aquel rincón del cielo en la tierra donde cada Miércoles Santo reina la Humildad del Dios más humano.

Ella se saltó normas por salir de nazareno, ¿qué de malo había, si solo quería cumplir la penitencia? Pasaron los años, creció la distancia y las ganas de volver.

Sueños ansiados que no llegaban, y la vida pasando detrás de cortejos de nazarenos, con la banda sonora de las últimas notas musicales que se alejaban por una calle estrecha del barrio.

Latidos de mi corazón en sus entrañas al compás de tu paso triunfante, victorioso, en aquel octubre de 1997. Seguro que ni se imaginaba la de tardes de primavera que te acompañaría pocos años más tarde, que sería nuestros ojos mientras nosotros te abríamos camino. Qué dulce y a la vez difícil labor, la de no verte ni tornando la vista en largas avenidas. Pero la vida sigue pasando y el tintineo de los caireles sobre los varales siguen marcando el devenir de la vida.

Yo veía la emoción en sus ojos cuando venía a hablarme de ti, de cómo las hermanitas te habían cantado al pasar por su casa, de las incansables lluvias de pétalos, “mira que hace viento, po a Jairo no se le resiste ni una”, “¿no estás cansá? Anda salte un ratito”.

Y yo hoy pongo esta oración a tus pies para que intercedas. Pongo mi vida y a la que me la dio. Pongo todo lo que tengo, que no es más que una familia cristiana, para que siempre la cubras con tu manto azul bordado con finos hilos de oro. Hoy quiero daros las gracias a las dos, por acompañarme en cada segundo de esta estación de penitencia donde sobran antifaces. Hoy pongo ante ti a mi madre.

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