La calle

Una ley de enchufes contra la crisis

Este país, tan aficionado a hacer leyes que todo lo curan y todo lo remedian, y tan aplicado en el incumplimiento de lo legislado, debería regular el enchufe y la recomendación. Más que nada, para que sea legal aquello que en la calle es normal, como diría Adolfo Suárez. Una tradición tan española como el enchufe no debe continuar desregulada, porque se corre el riesgo de que se pierdan los criterios morales sobre los que ha construido su acervo. Ahora, con la crisis galopante, que lleva al paro a tres mil personas al día, la tendencia natural de los españoles a la recomendación se puede disparar y los interpelados también necesitan un marco legal con el que defenderse.

Aquí no terminan las ironías. Tengo un amigo que a su vez tiene un amigo que tiene un problema. El protagonista de esta historia dirige una empresa pública y tiene un directivo que no va a trabajar. Obviamente, lo hace con un certificado médico, como solían hacer los toreros para no utilizar la espada de verdad durante la lidia. Con una baja por aquí, una pequeña incorporación y otra baja por allá, el directivo lleva años sin dirigir nada y cobrando su sueldo íntegro. Le pregunto a mi amigo por qué su amigo no pone en la calle a ese sujeto. Y me responde que el interesado es un enchufado y que un conocido de su amigo despidió en otra empresa pública a otro enchufado y las pasó canutas para mantener el puesto. Ni a uno ni a otro enchufado hay que preguntar quién los recomendó. Pero les daré una pista: no fue ni la familia, ni el sindicato, ni el municipio.

En vísperas del triunfo del PSOE en las elecciones generales de 1982, hubo un debate en TVE, en La clave que dirigía José Luis Balbín, en el que Alfonso Guerra repitió con frecuencia el eslogan de su partido. El cambio sonaba en su boca una y otra vez. Y casi al final del programa, Javier Arzallus, el presidente del PNV le preguntó con su habilidad jesuítica: “¿Señor Guerra, esto del cambio qué significa, que mañana ganan ustedes las elecciones y ya nadie pide un enchufe en este país?”. La pregunta, en directo, tenía su miga. ¿Ya nadie pide un enchufe en este país? Porque la clave del asunto no está en honrada moral del interpelado, sino de la presión social y la aceptación general que tiene costumbre tan castiza.

Poco tiempo después se conocieron las tareas de asesoramiento que desempeñó Juan Guerra, hermano del vicepresidente y vicesecretario general del PSOE, desde la torre sur de la Plaza de España de Sevilla, sede de la delegación del Gobierno en Andalucía. Esto hizo más premonitoria la intencionada pregunta de Arzallus. Un país no cambia porque un partido determinado llegue al Gobierno. Y, seamos claros, el enchufe es una institución nacional. Ahora ya no hay servicio militar, pero cuando lo había, todo el mundo iba a la mili con alguna recomendación. El mejor relacionado iría enchufado por un general y el que menos, con un soldado veterano de su pueblo. Eso sí, dentro de la tradición entraba que el padre del interesado le decía a su hijo “niño, ¡déjame bien!”. O sea, que el enchufado una vez beneficiado por un buen destino en la mili, o una buena colocación en la vida civil, solía ser persona afanosa. Una de las virtudes patrias que se han perdido en este campo es el de la buena disposición del enchufado de turno.

Digamos, rápidamente, que el enchufismo no es una mala práctica de algún partido preciso. Es un deporte nacional. No sé si han visto esta semana, esposada, a la gerente del Consorcio de Desarrollo Económico de Baleares con el Gobierno de Jaume Matas (PP), Antonia Ordinas. Es un caso de libro; contrató a su propia esposa, la historiadora y soprano Isabel Rosselló, y adjudicó sin concurso suministros de servicios millonarios a las dos empresas de su amigo Joan Rosselló, que editó los libros de la pareja. Y la semana pasada dimitió un concejal de Sevilla de Izquierda Unida, Francisco Manuel Silva, acusado por la oposición de haber beneficiado a familiares diversos.

Urge regular la materia. Garantizar la igualdad de oportunidades o el establecimiento de turnos. Y, desde luego, obligar a los recomendados a ser más diligentes que el común de los ciudadanos. Las tradiciones hay que conservarlas completas. Lo demás es una corrupción de las esencias.

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