Tenía trece años. Dos menos que yo. Una diferencia que entonces parecía un escalón insalvable y hoy apenas es un leve parpadeo. A esa edad la memoria es cemento recién echado en el que cuanto cae o pasa deja una huella indeleble. Luego se va endureciendo, cada vez menos cosas dejan su impronta, muchas que en su momento creímos trascendentes quedan en nada, puro humo. No extraña que los viejos, conforme envejecen, vayan olvidando lo que acaban de hacer pero no su lejana infancia o las vivencias de primera juventud. Quizá por esto, aunque impactara a cuantos la vieron, ahora la recordemos al detalle, casi como si acabáramos de asistir a su agonía, quienes éramos adolescentes y rondábamos su edad.
El volcán colombiano Nevado del Ruiz entró en erupción en noviembre de 1985 y el hielo de su cumbre, derretido por la lava incesante expulsada, provocó una riada que arrasó en pocas horas los pueblos circundantes. Hubo miles de víctimas, aunque sólo recordemos a Omayra Sánchez, la niña de trece años atrapada entre los escombros apelmazados de casas, chabolas y muebles, el lodo arrastrado y los cuerpos trabados de familiares y vecinos, con el agua sucia al cuello durante tres angustiosos días, cuya tragedia grabaron los reporteros de RTVE. Recuerdo su cara de abnegada espera en tanto intentaban rescatarla, el agonizante paso de las horas que no exasperaba su dulce conformidad. Recuerdo cómo la podredumbre y la hipotermia fueron hinchando su cara, oscureciendo el blanco de sus ojos negros. Recuerdo su voz hablando del examen pendiente en el cole, diciéndole a su madre que la quería, despidiéndose. Su voz melosa, tranquila, tan niña. Recuerdo los comentarios a este lado del mundo, tenido por primero, pese a que riadas y catástrofes naturales recientes estén demostrando qué cerca estamos de ese mundo que seguimos mirando por encima del hombro. No recuerdo histeria ni protestas ante el triste destino que se le avecinaba, la muerte que lentamente la corroía. Si a los mayores los apenaba su dramático fin, contado paso a paso, la llegada antes de tiempo de la muerte (sí, casi siempre llega antes de tiempo, pero a los trece tal vez sea demasiado antes), a quienes teníamos más o menos sus mismos años lo hizo su rara, estoica conformidad. A esa edad somos incapaces de imaginar qué es morirse, el tiempo parece no pasar, es un eterno presente que no avanza, se desplaza con la lentitud de un iceberg, y pensamos que no sólo nosotros sino todo va a durar para siempre. Aunque abuelos o vecinos mayores vayan muriendo, la muerte es algo tan ajeno que no es de nuestro mundo, sucede en otro lugar. Por eso impactó tanto la de aquella niña a quienes éramos de su edad. Y por la tranquila aceptación de su destino, su educada mansedumbre, sin una nota discordante.
Algunos querrán ver en su reacción ante la tragedia sobrevenida un rasgo de cierta pasividad o ciega obediencia de quienes son educados para callar agradecidos ante las migajas que les da la vida, esa especie de postergación históricamente aceptada por los pueblos hispanos, de sometimiento sin rebeldía a las fatalidades de la vida si un ser superior así lo dispone. Otros compararán la paciencia y la abnegación y la madurez de aquella niña con la impaciencia y los antojos y el histerismo de muchos niños actuales. Aparte de entender que, quizá herencia de algunos españoles, donde unos ven conformismo sólo haya conformidad, cosas bien distintas, y de que también ahora hay niños pacientes y abnegados y maduros, prefiero quedarme con el recuerdo nítido, tan presente, de Omayra. Con su lección de vida, de esa breve vida en la que tanto le quedó por hacer. Pasó por ella fugazmente, unos pocos años que vistos desde el hoy de sus coetáneos apenas fueron cuatro, cinco parpadeos. Y sin embargo permanece. Y aún dura.