Tribuna

JOSÉ ANTONIO GONZÁLEZ ALCANTUD

Catedratico de Antropología

La traición, arte político y estético

La traición, arte político y estético La traición, arte político y estético

La traición, arte político y estético

La palabra mágica ha sido pronunciada: "¡Traición!". Cómo en toda obra dramática la maldición recae en quien la encarna. Las culturas tramadas en la sed de conquista saben que el principio de la fidelidad es esencial para el sostén de lo conquistado. En la Jerusalén libertada del Tasso, en plena cruzada por la recuperación de los lugares sacros de la Cristiandad, el principio actuante es la fidelidad (fidelitas) que guía a los paladines del cristianismo exultantes de altos ideales. Contrasta con la aventura equinoccial de Lope de Aguirre, en la que la tentación de este héroe conquistador de ignotas tierras amazónicas es traicionar a su rey, proclamándose en el colmo de su solitaria soberbia señor de todo lo descubierto, mientras la vida de los escasos súbditos que lo siguen se va extinguiendo sobre una balsa a la deriva por un río infesto. El director Herzog trazó un cuadro sublime de esta figura, encarnándola en el actor Kinski de particular rostro enloquecido.

La impostura, por lo demás, forma parte de ese arte de la traición encarnada en aquellos que a lo largo de la historia se hicieron pasar por quienes no lo eran. Desaparecido en la batalla de los tres reyes, en Alcazarquivir, don Sebastián, rey de Portugal que movió a sus pares a una guerra suicida en África, fue reencarnado por diferentes sujetos. Hasta su supuesta tumba en los Jerónimos de Lisboa es una impostura. Nuestro Zorrilla reflejó esta propensión a la suplantación de don Sebastián en su obra dramática Traidor, inconfeso y mártir.

Habrá que considerar, que al igual que Thomas de Quincey consideró en célebre opúsculo al asesinato "como una de las bellas artes" -y de hecho como muestra la novela negra, lo es-, la traición, con similar fundamento le disputa ese honor estético. De esta guisa, el agonismo dramático del tradimento ha hecho que esta haya alcanzado en la ópera romántica algunos de sus momentos más logrados. Aquí Verdi ocupa un lugar estelar: Desde Aroldo, con la fidelidad marital traicionada, hasta Aída, donde Radamés es enterrado vivo acusado de alta tradición a su país. Ni qué decir tiene que Francia libró uno de sus más oscuros pasajes de la historia con el affaire Dreyfus, cuando un oficial de su ejército fue acusado de tradición y de trabajar para el enemigo alemán. El trauma que suscitó a fines del XIX aún perdura.

Otra célebre acusación de traición es la que los españoles hicimos reiteradamente contra los rifeños. Uno de los temas preferidos, que dará lugar a ríos de tinta, cuando sea el centenario de la derrota de Annual de 1921, es la figura de Abdelkrim al Jatabi. El relato oficial reza que el líder rifeño y su familia eran "moros de paz", y que como tales recibieron privilegios de España, a quien luego traicionarían. Se olvida que Abdelkrim repitió en varias ocasiones que él no era enemigo del pueblo español, sino que luchaba por la liberación del suyo propio. Pero nada de esto parece haber calado, puesto que cuando en el año 1994 organicé junto a otros colegas en Granada un coloquio sobre el líder rifeño un histriónico griterío de "traición" volvió a elevarse.

Una de las mejores resoluciones a la acusación de tradición reside en el filme poco conocido de Julian Duvivier, El impostor, de 1944. Un sujeto escapa por azar, tras un bombardeo nazi, de la cárcel donde estaba condenado a muerte por un crimen común. Huye a Centroáfrica. Para sobrevivir adopta la personalidad de un soldado fallecido. Al final el impostor acepta su destino trágico: deberá morir combatiendo por su país, el mismo que lo condenó a morir en la guillotina, con el nombre de quien suplantó.

Mas la traición no siempre ha sido repugnante. En los gloriosos años, fines de los ochenta, en que Europa crecía de manera gigantesca, unos politólogos franceses escribieron un opúsculo llamado Elogio de la traición, que no era otra cosa que una reivindicación del maquiavelismo en clave posmoderna. Se acogían a la frase de Maquiavelo que decía: "Todos comprenden que es muy loable que un príncipe cumpla su palabra y viva con integridad, sin trampas ni engaños [pero] la experiencia de nuestra época demuestra que los príncipes que han hecho grandes cosas no se han esforzado en cumplir su palabra". En él ponían como ejemplo de grandes traidores, y por ende de modelos de gobernantes, a conocidos políticos de la época, y más en particular a algunos españoles del momento. Sostenían que su grandeza como estadistas se medía por el tamaño de su traición, que los había vuelto pragmáticos, y por ende eficientes, para sus gobernados.

El simple enunciado de la palabra traición ahora ha provocado ríos de tinta periodística, con mayor o peor ingenio. En todo caso nos retrotrae a los momentos más oscuros de nuestra historia. En el actual debate la traición es vulgar, sin la épica de antaño. Y la figura de Bruto apuñalando a César, aunque lo desconozcan, oscila sobre nuestras cabezas, sin saber de qué lado caerá la supuesta ignominia. A menos que nos volvamos pragmáticos otra vez. Como debiera ser.

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