Tribuna

José Antonio González Alcantud

Catedrático de Antropología

El rugir de Vulcano

El rugir de Vulcano El rugir de Vulcano

El rugir de Vulcano / rOSELL

La tranquila fragua de Vulcano, pintada por Velázquez, impacta por la belleza calmada del visitante Apolo, pero también inquieta por la insinuada inquietud de los herreros que miran sorprendidos al dios apolíneo. Anticipa en la quietud la disrupción que, sin permiso, romperá la armonía. Tal como ahora, con el volcán de la Palma de telón de fondo, miniaturizándonos colectivamente con el gigantismo emanado de la tierra.

No es la primera vez. La isla de Santorini, en las Cícladas griegas, fue borrada del planeta Tierra, al menos en una porción que algunos cifran en la mitad de su superficie, en el siglo XVII antes de nuestra era. El enorme cráter que dejó aquella explosión volcánica resulta sublime a la contemplación. En el centro del gran lago penetrado por el mar, "la caldera" le llaman sus habitantes, que viven literalmente colgados sobre el inmenso hueco, sucesivas erupciones han devuelto a la superficie una islita con un pequeño cono volcánico, donde unas inquietantes fumarolas recuerdan que el monstruo ctónico, del inframundo, sigue vivo. Cuentan que aquella explosión incandescente en época de los héroes minoicos, que se funde en el mito, pudo haber inspirado a Platón para dar cuenta del fin de la Atlántida en el Timeo, con su particular teoría de los elementos. Son conjeturas, aunque es obvio que, dada la magnitud de la considerada mayor catástrofe de la Antigüedad, bien pudiera haberle inspirado.

Otros hablan de las islas Canarias, como fuente del mito del hundimiento de la Atlántida. Ahora que han vuelto a rugir roncamente los volcanes palmeros resulta difícil sustraerse a esas teorías. Sobre todo, porque nos ha tocado muy íntimamente, afectando al confort posmoderno y provocando la desorientación en quien no sabe dónde mirar para atribuir la responsabilidad de la catástrofe.

Los volcanes son temibles por su telurismo. Su lenguaje es bronco e incandescente. No hará falta recordar el drama recurrente de Pompeya y Herculano, dos villas que sobrecogen cuando se observan los efectos de la lava incandescente desbocada. En el antiguo puerto de Herculano puede contemplarse unos cadáveres de huidos con expresiones plenas de dramatismo. Las calaveras parecen hacer osificado en sus rostros el terror.

Los Campos Flegreos, cerca de Nápoles, inmediatos a la gruta de la Sibila, tienen un inquietante cráter, hoy lago, que corresponde al Averno, entrada del infierno. Está apagado, pero otros están activos. La población habita al borde del cráter de Solfatara, e incluso hay un camping en su interior, contiguo a los ardientes fangos burbujeantes. El cercano Vesubio, de humeante fumarola en todos los paisajes del grand tour romántico, actualmente yace en estado de dormición, tras la última erupción en los años cuarenta, que tapó su cono al precipitarse sobre él la materia volcánica. Espera sólo su día y su hora para rugir. La zona que lo rodea, la Campania, es una de las áreas demográficamente más pobladas de Europa.

En Sicilia nos aguardan el Etna, el Stromboli, y el Vulcano. El Etna es majestuoso. Su grandiosidad es perceptible desde el teatro griego de Taormina, como decorado paisajístico sublime. También su visión nos recuerda la tragedia del filósofo Empédocles que según la tradición poetizada por Hörderlin, se arrojó al Etna, en una atracción fatal hacia la muerte suicida. Como asimismo ocurre con Stromboli, perfecto cono emergiendo del mar, donde se rodara la tórrida película del mismo título de Rosellini, en la que Ingrid Bergman realiza una ascensión por la ladera del volcán que se nos antoja suicida, interrogando a Dios mismo, acosada por un coro de chismosas viejas. Empero, para mí lo tengo la isla de Vulcano, con sus aguas sulfurosas brotando en el mar gracias a los escapes del volcán, es la que más me recuerda los abisales poderes de la tierra.

Ahora le ha tocado a la Palma, en unas Canarias, que, a diferencia de otros paisajes volcánicos sin vegetación, posee una botánica espectacular, que atrajo al naturalista Humboldt. Las conjeturas sobre los interiores terráqueos siguen ahí, abrigando enigmas y aleatoriedades que hemos de soportar todavía en sociedades que han hecho de la previsión y la prospectiva dos de sus pilares. Sociedades que se miran en el espejo de sus riesgos, argumentaban los socio-antropólogos Beck y Douglas, hace varias décadas, cuando el optimismo generalizado parecía que nos indicaba un previsible control sobre el futuro. Con la Palma ha quedado mostrada la fragilidad sobre la que caminamos. Epidemias, terremotos, volcanes, huracanes… recuerdan sin pudor el camino de la contingencia. Sólo la poética de lo bello y lo terrible, puede servir de bálsamo. Las potencias de la naturaleza ponen a sus pies a los humanos periódicamente, sin fundamento, razón o piedad.

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