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Esta semana se inició con la buena noticia de que la Academia sueca de las Ciencias premiaban a Daron Acemoglu, Simon Johnson y James A. Robinson con el premio Nobel de Economía por sus estudios sobre “cómo se forman las instituciones y cómo afectan a la prosperidad”. Y digo buena noticia porque soy deudor de las investigaciones de los premiados, y porque el enfoque institucional se ocupa de cuestiones de gran trascendencia como las causas del progreso y del fracaso de los países.
Estos autores se encuadran en el institucionalismo económico, una corriente de pensamiento que otorga un papel relevante a las instituciones en el devenir económico y social de los países. Las instituciones hacen referencia a las reglas de juego que se dota una sociedad para arbitrar su funcionamiento, lo que incluye las reglas formales (leyes, regulaciones, contratos, gobierno, sistema judicial) e informales (valores sociales, códigos de conducta, cultura y cumplimiento de las reglas). Las instituciones se conforman a lo largo de la historia por dinámicas complejas y singulares de cada sociedad, y son consecuencia del equilibrio de fuerzas entre los diversos intereses y poderes sociales. Por ello, pueden ser más o menos favorables para el progreso económico, la seguridad, la estabilidad y la inclusividad social.
Si bien los economistas clásicos tuvieron en consideración la importancia de las instituciones en la economía, las restricciones para su aplicabilidad y la limitación de bases objetivas para el análisis y la contrastación redujeron la influencia del análisis institucional. A pesar de ello, economistas como Ronald Coase, Oliver Williamson, Elinor Ostrom y Douglas North han sido reconocidos con el premio Nobel de Economía, y los avances en las dos últimas décadas de la historia económica y la proliferación de indicadores institucionales han proporcionado una base cuantitativa sobre la que se han desarrollado múltiples investigaciones aplicadas, mientras que el Banco Mundial, la OCDE y otros organismos internacionales han recomendado mejorar la calidad institucional como política determinante del desarrollo de los países a largo plazo.
En este contexto merece encuadrarse la prolija actividad investigadora de los premiados con el Nobel de Economía de este año. Entre sus obras sobresale el libro de Acemoglu y Robinson Por qué fracasan los países. Los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza (2012), que se convirtió en un best seller. Un libro en el que analizan múltiples pasajes de la historia, y constatan que en los países con mayor nivel de desarrollo predominan instituciones (inclusivas) que posibilitan la participación de la gran mayoría de las personas en actividades políticas y económicas, aprovechando mejor sus capacidades. Mientras que en los países con menor nivel de desarrollo son dominantes las instituciones extractivas que favorecen el poder y la extracción de rentas por una reducida parte de la población. Comprueban también que las instituciones dominantes gozan de gran estabilidad, y que las diferencias de desarrollo básicamente se mantienen en el tiempo, por lo que tiene que producirse un gran acontecimiento o una confluencia de factores que perturben el equilibrio existente del poder político o económico para que se produzca una coyuntura crítica y se activen cambios sociales.
El pasillo estrecho (2019) de Acemoglu y Robinson se centra en cómo las naciones pueden ganar o perder la libertad. Para ello hacen un recorrido histórico ejemplificador para descubrir sus determinantes básicos. La libertad no es el orden natural de la humanidad, sino un logro de la civilización que exige para su pervivencia y fortalecimiento un Estado y sociedad fuertes. Un Estado fuerte para controlar la violencia, hacer cumplir las leyes y proporcionar servicios públicos, y una sociedad fuerte para controlar el poder del Estado.
Acemoglu y Johnson también han analizado el papel de la tecnología y la innovación en el crecimiento económico y en la configuración del poder en su reciente Poder y progreso. Un libro en el que valoran el efecto positivo del desarrollo tecnológico en el bienestar humano y su potencial democratizador, pero también alertan del impacto negativo sobre el empleo y la calidad democrática de la nueva revolución tecnológica, liderada por internet y la inteligencia artificial, y concentrada en grandes corporaciones.
La obra de los premiados no ha estado exenta de críticas, tanto por imprecisiones históricas como por la débil consistencia de algunas de sus conclusiones. Una obra tan ambiciosa y compleja necesariamente tiene sus limitaciones, pero su programa de investigación es un reto científico integrador, sugestivo y oportuno.
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