Tribuna

Abel veiga

Profesor de Derecho de ICADE

La fragilidad de la paz

La fragilidad de la paz La fragilidad de la paz

La fragilidad de la paz

Nada hay más peligroso para un proceso de paz que el que ésta sea frágil. Que sea cuestionada a cada paso, a cada momento, con cada decisión. Que la confianza se quiebre. Que el riesgo de ruptura sea grande. Pero también que las expectativas se frustren. Nada hay más grandioso que la paz. Que la reconciliación. Que la justicia y ante todo, la verdad. Sin verdad no hay justicia, y sin ésta la paz no es posible. Como tampoco se puede dar una paz perfecta kantiana. Hace unos días en la Universidad Sergio Arboleda se debatía en un doctorado, en realidad se contraponían, cuatro tipos de justicia, conmutativa, distributiva, restaurativa y transicional, diluyendo la dualidad transicional versus transaccional. Hablar de justicia, aplicarla, elegir a esos aplicadores y formular los códigos y reglas, así como medios y normas que la habiliten, la practiquen y cierren esa brecha y cicatricen el pasado a bien verdad que es un reto titánico.

Pero más allá del debate, del punto final en cómo se hará y realizará esa justicia que no es ni la de Nuremberg ni será la de la Corte Penal Internacional, y que tendrá una alta dosis de amnistía y composición de intereses, preocupa y ocupa una realidad inmediata. El día a día de la desmovilización, el desarme y la percepción sicológica que de la misma tengan tanto los guerrilleros reconducidos a alguno de los veredales como la propia sociedad civil. Todos opinamos, todos extraen sus juicios de valor. También sus frustraciones. Sus incertidumbres, sus miedos y sus dudas. También algo que no debe pasar desapercibido más allá de la participación y asignación de curules en el Congreso a las FARC, algo que no se hizo con el M 19 en su día, y que es más humano, el cómo perciben los propios guerrilleros la nueva situación. Si es peor de lo que se creía, si hay motivos para el optimismo. Y no nos detengamos en lo superficial de que durante equis años se les pagará una pensión con cargo al erario público. La clave es la reinserción a la sociedad civil. La voluntad inequívoca de dejar y no volver jamás a la violencia, aquella o la nueva que pueda sustituir a través de las badcrim. Como también la angustia de que, cuestionando o no el acuerdo de paz como integrante o no del bloque de constitucionalidad, pueda un nuevo gobierno mutar las reglas de juego y cambiar ciertas cosas.

Hoy más que nunca urge la certidumbre y evitar la improvisación. Como también los atascos e ineficiencias burocráticas del Estado como recordaba Lacalle hace unos días en entrevista en el diario El Tiempo. La paz es posible. Gobierno y FARC acordaron en Cartagena primero, y en el teatro Colón después, el final de una pesadilla. Colombia mira a sus entrañas, a su pasado, desde un presente esperanzador. Atrás queda su realidad, teñida de sangre y víctimas. 50 años de guerra, de violencia, de negación, de fractura social, humana, familiar, política.

Es lógico y hasta humano que Colombia y los colombianos sientan vértigo ante este nuevo escenario. Es demasiado el abismo que se ha formado en cinco décadas: frustración, sangre, odio, irracionalidad, barbarie, miedo, miseria e injusticia. Demasiados muertos, desplazados, desposeídos. Ahora vienen el cese del fuego, la dejación de armas, las garantías de seguridad también para la propia guerrilla "desmovilizada", vuelta a la sociedad, a la normalidad, pero la paz no quiere ni entiende de prisas. No puede haber paz sin justicia, pero tampoco sin perdón, ni menos sin reconciliación.

La paz hay que construirla cada día, ante cada dificultad, pues sobrarán quiénes pongan piedras en su camino. Ahora toca edificar una sociedad entera ante la paz y la justicia.

La reconciliación que exige el pueblo colombiano después de décadas de violencia, muerte, asesinatos, secuestros y barbarie. Una reconciliación que significa también pasar la página de algunos hechos o situaciones, y juzgar otros. Justicia transicional, crímenes de lesa humanidad que han de ser juzgados, y justicia para las víctimas de todos los bandos, porque en este país ha habido demasiados bandos que abrazaron la violencia. Una justicia para las víctimas que vuelven a mostrar su lado más humano, el de la generosidad, el del perdón y el de tender la mano. Hoy más que nunca Colombia tiene que rendir tributo a las víctimas. Por encima de todo están ellas y su dolor, la incomprensión y el abandono que sufrieron durante décadas, el despojo de sus tierras y propiedades, y luego sus movimientos migratorios hacia las ciudades. Paz, reconciliación, víctimas, dignidad, respeto y reparación del daño. No hay otra ecuación para la paz. Para la paz necesaria, la paz perfecta, la paz perpetua kantiana.

El Estado tiene la misión y obligación de estar presente, de implementar políticas de educación, sanidad, infraestructuras, desarrollo de un futuro que solo pasa por un presente que hay que escribir. Un presente que debe reparar el daño ocasionado, que debe hacer justicia con las víctimas, con los desplazados, con quienes han sufrido en carne propia el oprobio de la violencia. Y la han sufrido desde muchos ámbitos y con muchos protagonistas en una guerra donde guerrilla y paramilitares infligieron dolor y desgarro a los colombianos.

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