Tribuna

Manuel ruiz zamora

Filósofo

Los derechos de los tontos

Los derechos de los tontos Los derechos de los tontos

Los derechos de los tontos

Los alumnos de la Universidad Complutense han denunciado a un profesor "por machista y por racista", según titulaba el periódico que dio la noticia. El docente, según los escandalizados estudiantes, llegó a proclamar, entre otras lindezas de idéntico calibre, que "las mujeres son unas lagartonas que se mueven por dinero". Que alguien a estas alturas del siglo XXI siga empleando el término lagartona nos puede dar una idea del perfil ideológico del individuo. No cabe, pues, llamarse a engaño: si las denuncias del alumnado son ciertas, nos encontramos ante un tonto de amplio calado. "Habla como un tonto, se comporta como un tonto, parece un tonto, pero no se confundan: es que es un tonto", decía Groucho Marx en una de sus películas. No obstante, incluso en el mundo de la tontería existen clases sociales: no es lo mismo despatarrarse ideológicamente en una Facultad de Ciencias Políticas, en cuyo caso se puede llegar a dirigir un partido, que hacerlo en cualquier otro sitio y acabar siendo encausado por crimen mental.

Ahora bien, ¿quien es más tonto, en realidad? ¿El que lo es hasta tal punto que ni siquiera es consciente de ello o la institución que le abre diligencias para determinar la magnitud de sus dislates? Supongamos que, en efecto, el tonto lo es en grado sumo: ¿cómo pudo burlar entonces los rigurosos filtros de selección para entrar en una institución tan seria y respetable? Y, por otra parte: ¿dónde está el problema de que alguien se exponga impúdicamente en toda su garrulería intelectual? No, desde luego, en la posibilidad de pervertir a los alumnos. Estamos hablando de jóvenes universitarios que ya deberían haber aprendido a pensar por sí mismos. Más inquietante que los zafios exabruptos del docente es, a mi entender, la desenvoltura inquisitorial que han mostrado sus pupilos, y que podría estar poniendo de manifiesto que comenzamos a encontrarnos con generaciones que, adoctrinadas al más puro estilo orwelliano, no tienen el menor empacho en denunciar a cualquiera que se atreva a pensar mal.

Por eso, en estos días aciagos de ortodoxias cada vez más pesadas y asfixiantes (mientras escribo esto se está produciendo el linchamiento virtual del actor Dani Rovira), se impone la defensa del derecho a que los tontos puedan expresar libremente sus ideas. En primer lugar, porque todos somos tontos, dependiendo del día y del lugar. Pero también porque no hay nada que empobrezca más a una sociedad que la pretensión de abolir por decreto cualquier expresión de tontería. Salvo, claro está, la pretensión de hacer lo propio con la inteligencia. Pero es que inteligencia y estupidez son extremos dialécticos que se implican y complementan. Suprime la tontería y convertirás la inteligencia en una solemne tontería. Dice Stuart Mill en Sobre la libertad, una obra que debería ser de obligada lectura para todos aquellos que se descubran propensiones a linchar: "No son las inteligencias de los herejes las que más daño sufren cuando se prohíbe toda investigación que no termine en conclusiones ortodoxas, sino quienes sin ser herejes ven todo su desenvolvimiento intelectual entorpecido, y su razón intimidada por temor a la herejía".

Con el pretexto de protegernos de la insensatez estamos corriendo el riesgo de devenir todos tontos. Los círculos de la libertad del pensar, el decir y el hacer se van reduciendo: hoy nos da miedo opinar sobre esto y mañana nos lo dará también hacerlo sobre aquello… Por miedo a pecar de estupidez no sólo no expresamos lo que pensamos, sino que ni siquiera nos atrevemos a pensar lo que creemos. Si yo perteneciera a los órganos inquisitoriales de la Universidad procuraría ponerme siempre del lado de los tontos, entre otras cosas porque una opinión escandalosa incita más al pensamiento que cien dogmas políticamente correctos. Aceptando la denuncia de estos chicos, lo que la Universidad les está enseñando es precisamente lo peligroso que puede ser pensar en contra de los demás. El problema no es tanto que haya quien piense tonterías, sino que haya tantos que las crean porque nadie les ha enseñado a pensar. Ahí tienen el caso del nacionalismo catalán: ¿habráse visto mayor tontería? Y, sin embargo, a nadie le ha dado por prohibirla.

En mis años universitarios, en los que el número de tontos no desmerecía en absoluto del de hoy día, estas situaciones de trazo grueso las resolvíamos recurriendo, no a la denuncia, que nos hubiera parecido una bajeza moral, sino al arma más efectiva contra toda clase de estulticia: la ironía. Un profesor con vocación de epateur se lo pensaba dos veces antes de enfrentarse con una fiera de dentadura tan fina. La tontería se está convirtiendo en el pretexto perfecto para ir implantando una suerte de totalitarismo de baja intensidad. Por eso, amigo lector, se impone una defensa a ultranza de los derechos de la tontería. Los derechos de los tontos son también nuestros derechos.

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