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Quienes vivimos la ahora cuestionada Transición sabemos que el termino consenso, que tan de moda estuvo, significaba mucho más que un simple acuerdo entre opiniones diferentes. Para aquellos que lo ejercían, todos los grupos que luego fueron constitucionales, suponía la expresión de la voluntad de construcción de un sistema democrático y de convivencia que compartía la mayor parte de la sociedad española. Pero también, junto al horror que fue el terrorismo y a la amenaza del golpismo, se podía detectar algo parecido a la cordialidad entre quienes coincidían en el Parlamento. Hay ejemplos de amistad entre rivales políticos como la mantenida por Alfonso Guerra y Fernando Abril Martorell, y de un trato más cordial que cortés entre políticos franquistas y exiliados republicanos. Una relación que se paseó por platós de televisión como el de La Clave, donde se juntaron Líster, Carrillo o Alberti con Raimundo Fernández Cuesta, Rafael García Serrano o Manuel Fraga, y donde saltaron algunas chispas pero que acabó normalizándose de manera que parecía imposible para quienes veían la realidad en dos colores.
Sin embargo, como suele suceder, lo que a los jóvenes de entonces nos parecía excepcional no lo era tanto pues tenía sus precedentes. Uno de ellos me parece especialmente revelador y cercano por quienes participaron en su rescate. Un domingo de principios de los ochenta apareció en uno de los puestos del Rastro un ejemplar de la primera edición de Perico en Londres, la novela de Esteban Salazar Chapela publicada en Buenos Aires por editorial Losada en 1947. No tardó mucho Juan Manuel Bonet, en el ejercicio su labor dominical de búsqueda y captura, en comprar el libro del que sabía cómo había llegado a los adoquines de la Ribera de Curtidores, como tampoco Andrés Trapiello, su acompañante, tardó en incluir en Las armas y las letras la noticia de la dedicatoria que incorporaba. Y es que la verdadera perla no estaba solo en la rareza de la novela sino en la anotación manuscrita que llevaba en la primera página de respeto que merece la pena reproducir: “A Ernesto Giménez Caballero con el afecto de siempre al amigo y la admiración al excelentísimo escritor. ¡Y con un abrazo! E. Salazar Chapela. Londres, febrero 1949”.
Aunque ambos escritores hoy han caído al cajón de los olvidados, o casi, quizás el destinatario de esas palabras escritas una década después del final de la Guerra Civil sea más conocido. Quien gustaba firmar como GéCé fue uno de los introductores de las vanguardias en España, un verdadero agitador cultural cuando el término tenía sentido, por medio de sus libros, siempre polémicos y siempre interesantes, y de La Gaceta Literaria, una de las revistas esenciales de la Edad de Plata con la orteguiana Revista de Occidente. Desde mediados de los veinte Giménez Caballero derivó hacia el fascismo, al igual que otros muchos escritores enfocaban hacia el comunismo, y lo hizo con la intensidad del visionario. Durante los años de la Guerra Civil fue entregado partidario de los franquistas, participando en labores de propaganda en la Salamanca del invierno de 1936. Luego, hagiógrafo de Régimen y de Franco, en cuyos ditirambos no ahorró excentricidades, fue cantor de la Alemania nazi y de la Italia fascista. Acabó como embajador o desterrado, que no se sabe bien, en Paraguay. Como se ve era uno de los vencedores. Muy diferente es el caso de Esteban Salazar Chapela, el periodista y escritor malagueño que escribió en las dos revistas citadas. Novelista y coetáneo de la Generación del 27 fue de los que confiaron en la República como solución para la modernización de España. Hombre moderado y de talante británico reforzado por su mujer inglesa, durante la Guerra Civil y tras una estancia en Valencia, a principios de 1937 es nombrado cónsul de España en Glasgow. En 1939, como tantos otros, pasó de diplomático a exiliado. Tras dirigir el Instituto Español republicano, malvivió en Londres trabajando para la BBC y la Universidad consciente de que, como le dijo a Max Aub, era mejor estar exiliado en Inglaterra que enterrado en Madrid. Más o menos el retrato de un vencido de la Guerra Civil.
Nada de lo sucedido pareció importarle al escritor republicano pues en 1947, cuando publicó su primer libro tras casi dos décadas, se acordó de los amigos, de aquellos a los que además de afecto les tenía reconocimiento, como al director del otro Instituto de España en Londres, Leopoldo Panero, a quien frecuentaba. Entre ellos estaba Giménez Caballero, a quien hizo llegar a Madrid un ejemplar dedicado de Perico en Londres, ignoro porque medios. También desconozco si hubo acuse de recibo o respuesta de GéCé, pero el hecho es que estuvo en su biblioteca madrileña hasta su muerte en 1988, veintitrés años después de la de su amigo, quien jamás volvió a España.
La moraleja es que, visto el tono de la vida política de los últimos años, parece que hemos empeorado en estos de las relaciones humanas. Del estilo literario de las dedicatorias mejor no hablar.
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