Tribuna

Juan Ignacio de Arcos

Director de Programas Ejecutivos de Big Data & Business Analytics de EOI

El arte de propalar

Un estudio del MIT concluye que la mentira se difunde significativamente más lejos y rápido que la verdad en todas las categorías de información

El arte de propalar El arte de propalar

El arte de propalar

Define la RAE la palabra bulo como "noticia falsa propalada con algún fin". No propagada, sino propalada. Propalar: "Divulgar algo oculto", siguiendo con la RAE. La definición es excelente y refleja exactamente lo que hoy está ocurriendo de forma notoria. En todos los ámbitos y a escala global. Bien. Pero, ¿porqué?

No ha sido hasta hace pocas semanas que la revista Science ha publicado el único y más importante estudio realizado hasta la fecha sobre esta lacra social. Concretamente, tres científicos del Massachusetts Institute of Technology (MIT), han analizado todas las noticias publicadas en Twitter en inglés, ya fueran verdaderas o falsas, desde casi el inicio de la existencia de la compañía, es decir, desde septiembre 2006. Incluye 126.000 publicaciones tuiteadas por tres millones de personas más de 4,5 millones de veces a lo largo de 10 años.

Tras un riguroso proceso de identificación de la noticia falsa y de la noticia verdadera, ofrece resultados interesantísimos y bastante palmarios. La mentira se difunde significativamente más lejos, más rápido, más profundo y más ampliamente que la verdad en todas las categorías de información. Por si fuera poco, las noticias falsas sobre política tienen efectos más pronunciados que sus iguales sobre desastres naturales, ciencia, terrorismo, finanzas o leyendas urbanas. Más: mientras que las noticias falsas generan miedo, asco y sorpresa en las respuestas, las reales sugieren expectación, tristeza, alegría y confianza. Pero lo que probablemente resulta más demoledor es el hecho de que no son, como hasta ahora se creía, los robots (bots en el argot actual) los que propagan con más énfasis las mentiras, sino los propios humanos.

No se trata de una novedad. Hay muchas referencias de comportamientos paralelos en la Historia. Debe tratarse de alguna patología asociada a la atracción por tergiversar la verdad, fingir otra realidad o aparentar lo que no se es. Quizá su manifestación más relevante en la escena política unido a la proliferación en el uso por las redes sociales sea lo más novedoso. Hoy en día más de mil millones de personas en el mundo dedican más de una hora al día a las redes sociales y, aunque el estudio se circunscribe a Twitter, es obvio que podría ser extensivo al resto de las redes más conocidas.

Curiosamente, en noviembre de 2017, la Universidad de Yale publicó en la revista Nature otro artículo sobre el escándalo y la indignación en la era digital, que intentaba profundizar en las razones desconocidas de tal comportamiento. El estudio indicaba que usar las redes sociales para difundir la mentira reduce los posibles riesgos personales a la vez que amplifica los posibles beneficios personales. Humillar a un extraño en una calle desierta es mucho más arriesgado que unirse a un grupo de miles de personas en Twitter o, como afirma el texto, meterse con un avatar es más sencillo que hacerlo a cara descubierta. Y lo grave es que el riesgo de fractura y polarización social se incrementa con el uso de la redes. De hecho, la polarización en EEUU, dice el estudio, está incrementándose a un ritmo alarmante en detrimento del capital social y la confianza mutua. También afirma que, más que generar bienestar colectivo, las redes se convierten en un arma para la autodestrucción social.

Es evidente que hay que tomar cartas en el asunto. Nos enfrentamos a un drama que trasciende lo doméstico para convertirse en un problema global que está erosionando nuestra convivencia y afectando nuestro futuro. Hay personas, instituciones y corporaciones que de la noche a la mañana han visto cómo su reputación se volatilizaba arrastrando elevados costes morales y económicos. Habría que recuperar valores que promuevan la verdad, pero el caso es que ni la propia sociedad ni sus instituciones tienen argumentos para contrarrestar esta tendencia.

De momento y mientras no se desarrollen los medios adecuados, existen algunas directrices para discriminar lo verdadero de lo falso, la imitación de lo genuino. Verificar, por ejemplo, las referencias del autor de la noticia, el medio donde tiene su origen, si hay incluso más medios que la replican o algo tan simple como valorar la calidad de la redacción son algunas buenas prácticas para evitar complacerse en ejercer ese anónimo rol de eslabón de la cadena.

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