Tribuna

MarÍa Enriqueta Artillo

Abogado Artillo Abogados, miembro de Guadaliuris

Prohibiciones

Reconozco que me enerva vivir rodeada de normas que prohíben y que nos hace parecer lo que somos, maleducados, porque quisiera que fueran innecesarias

Prohibiciones Prohibiciones

Prohibiciones / rosell

Reconozco que en mi fuero interno me rebelo contra las prohibiciones, me rebela que la sociedad tenga que funcionar a base de leyes prohibitivas y punitivas, pero también he de admitir que no hay otra solución, que no estamos preparados para funcionar por normas cívicas, normas naturales que no salgan del Boletín Oficial del Estado o similar, sino que salgan del respeto y la convivencia humana.

Y lo peor es que parece que cada vez la regla generaliza es prohibir para poder convivir unos al lado de los otros, que si no existe una norma restrictiva, vamos a ocupar el espacio del otro y pisotear al prójimo. El principio del respeto a los demás es cuasi inexistente en nuestra sociedad.

Si no existen leyes y normas de conductas que delimiten, ocuparemos y pisotearemos el espacio ajeno, con premeditación y alevosía como si estuviéramos volviendo al tiempo de las cavernas o quizás peor.

Y a pesar de existir esas normas, también tratamos de saltárnoslas a hurtadillas.

Reconozco que me encrespa en mi fuero interno la mala educación que nos rodea, razón por la cual, el hueco que debería ocupar la buena educación lo ocupan las leyes.

Estamos rodeados de leyes y proclamas que nos indican lo que está prohibido, en nuestro bloque de piso para todos los vecinos, prohibido fumar en el ascensor, cuando sería de civismo no fumar en un espacio cerrado-; en nuestra urbanización, prohibido hacer ruidos a partir de las 12 de la noche, cuando debería ser, por civismo no hacer ruidos a partir de determinadas horas; en el coche, prohibido tirar colillas por riesgo de incendio o exceder la velocidad por riesgo para nuestras vidas y la de los demás; en la calle, en el autobús, en la playa, en cualquier espacio público, estamos rodeados de prohibiciones, leyes que nos tienen que enseñar normas de conductas cuando éstas deberían de sobrar porque se trata de convivir, de ser educados, civilizados.

Evidentemente, no me refiero a ningún grupo de edad o estamento social, la mala educación está extendida, generalizada.

La lectura del periódico, cualquier periódico, un día cualquiera, nos va informando de prohibiciones: prohibido comer en las calles del casco histórico de Florencia bajo pena de multas de 150 a 500 euros si se incumple, prohibiciones severas penadas con sanciones pecuniarias quien viole reglas sobre seguridad y decoro, por ir con el torso desnudo o en bañador en ciudades como Barcelona o Venecia, penado por ensuciar espacios públicos, prohibido monopatines y actividades artísticas, prohibido pasear con bebidas en botellas de plástico, vidrios y latas, prohibido llevar el palito del selfie, prohibido sentarse en las escalinatas de la Plaza de España en Roma bajo pena de 400 euros.

Reconozco que me enerva vivir rodeada de normas que prohíben y que nos hace parece lo que somos, maleducados, porque quisiera que este tipo de leyes fueran innecesarias.

Tengo la impresión de que en nuestro hábitat se nos tiene que imponer prohibiciones para poder convivir por encima de la permisividad de las buenas maneras.

Abogo como Michel Montaigne, filósofo francés del siglo XV, por una sociedad moderada y mesurada, por la templanza y la prudencia de nuestros actos que eludiría aquellas actitudes negativas.

Apuesto, como él, por la moderación de los placeres y la supresión de los vicios, pero no supresión por ignorancia o miedo, sino por conocimiento y por las consecuencias dañinas que no puede suponer cualquier cosa en exceso.

En un artículo escrito por Cristina Marta Ambrosini, sobre El fundamento místico de la justicia en la Revista Internacional de Ética y Política que he leído recientemente expone algunos apuntes del pensamiento de Montaigne, Hume y Foucault sobre el Escepticismo y dice, referido al pensamiento del primero de ellos, que "el orden social se sustenta en la necesidad de imponer un orden que obligue a las personas a respetar la vida y las propiedades de los demás y que el Estado es necesario dada la precariedad o frágil capacidad de los humanos de convivir pacíficamente en ausencia de la fuerza de una autoridad. La imposición de la autoridad de la ley debe tener la suficiente fuerza como para conjurar el mal mayor que es la anarquía, el desorden y la insurrección generalizada.

Y este pensamiento, descrito por tan insigne filósofo y que comparto, es el que he de reconocer, me subleva en mi fuero interno porque preferiría vivir y creer en una sociedad civil autorreguladora de la convivencia y sin embargo, he de aceptar la autoridad como esencial para la vida social.

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