Tribuna

josé vilaplana blasco

Obispo de Huelva

Meditación ante Cristo en la cruz

Meditación ante Cristo en la cruz Meditación ante Cristo en la cruz

Meditación ante Cristo en la cruz / rosell

En estos días, la Iglesia contempla sobrecogida el misterio de la pasión y muerte de su Señor. Cuando todavía resuenan en sus oídos los cantos con que fue recibido en Jerusalén por una multitud entusiasmada, tiene que oír con dolor el "¡Crucifícalo!" de una multitud ebria por el deseo de sangre.

Al contemplar el misterio, la Iglesia necesita, ante todo, comprender y para ello recuerda lo escrito por el profeta Isaías: "Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, varón de dolores... Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores... Fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos han curado... Le dieron sepultura con los malvados y una tumba con los malhechores, aunque no había cometido crímenes ni hubo engaño en su boca...". La profecía nos ayuda a entender el sentido de lo que contemplamos: soportó el castigo que pesaba sobre nosotros a causa de nuestros pecados. Muere para salvar a los condenados. Es una muerte para que otros vivan. Al verlo así -muerto, desplomado, caído en la cruz-, el corazón se llena de tristeza por el dolor, de culpa y arrepentimiento por el pecado y de gratitud por la generosidad. Y recordamos sus palabras: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los que ama". Y también: "Nadie me quita la vida. La doy yo voluntariamente". Contemplar a Cristo en la cruz es contemplar el misterio del amor.

Pero la Iglesia necesita saber más. Necesita saber cómo vivió él esos momentos, qué pasaba por su corazón cuando los clavos traspasaban su cuerpo. Y encuentra en el salmo 22 los sentimientos de alguien que ha apurado la copa del sufrimiento sin romperse ni perder la confianza en aquel que es su fuerza: "Estoy como el agua derramada, tengo los huesos descoyuntados, mi corazón, como cera, se derrite en mis entrañas; mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al paladar; me aprietas contra el polvo de la muerte... Me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos. Ellos me miran triunfantes, se reparten mi ropa, se sortean mi túnica". Es el grito de un corazón a punto de caer en la desesperación, en la tentación de pensar que Dios le ha abandonado. Pero, al instante, en su interior brotan la luz y la confianza sabiendo que "no ha sentido desprecio ni repugnancia hacia el pobre desgraciado, que no le ha escondido su rostro. Al contrario: cuando pidió auxilio, lo escuchó". Ese salmo comienza con un grito desgarrado: "¿Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?" y termina confesando: "Me hará vivir para él". Es el paso por la muerte como camino hacia la Vida. Contemplar a Cristo en la cruz es contemplar un misterio de fe y confianza.

Y hay más. La Iglesia no ve este misterio como algo que ocurrió en el pasado y le es ajeno. Muy al contrario: al contemplar a su Señor, se mete ella misma en el misterio porque comprende que está llamada a compartir su destino. Y es Pablo quien nos ayuda a entender esto cuando presenta la muerte como el último paso necesario del misterio de la Encarnación. En la carta a los filipenses explica el sentido último de todo. Siendo Dios, no se quedó ahí, sino que, en un acto de humildad y de obediencia, se despojó de su grandeza y asumió la condición humana llegando incluso a la muerte y, no una muerte cualquiera, sino una muerte en la cruz. Todo es un sublime acto de humildad y obediencia en contraposición a la soberbia y desobediencia de Adán. Es el sentido último de todo, la teología que subyace en el misterio. Contemplar a Cristo en la cruz es contemplar también un misterio de humildad y de obediencia.

Pero la cosa no termina aquí. Si así hubiera sido, hoy no estaríamos hablando de Jesucristo, ni estaríamos recordando su muerte injusta y atroz. Ya él lo había anunciado, aunque los suyos o no supieron o no quisieron entenderlo. Siempre que habló de su muerte lo hizo como antesala de la Vida. También Pablo en el texto anterior nos lo explica. Debido a ese humilde acto de obediencia, fue levantado a lo más alto, hasta la derecha del Padre, y se le dio un título que está por encima de todo: el de "Señor". La Iglesia sabe que éste es también su destino. La Cruz sólo es un camino hacia la Resurrección.

Y después de contemplar a su Señor, la Iglesia necesita contemplar el mundo en el que siembra la semilla del Evangelio. La imagen de Jesús -desde su entrada en Jerusalén hasta su entrada en la tumba- como un humilde rey de paz contrasta con la realidad que vivimos en este tiempo. La guerra abierta o solapada, en los campos de batalla o en la intolerancia de la vida diaria, el fanatismo, el terrorismo, la violencia en el seno de la familia, los odios atizados por ideologías más propias del pasado que del tiempo en que vivimos... son, para desgracia y vergüenza de un mundo que se llama civilizado, una triste presencia en nuestra vida. Sobre una tierra cargada de violencia avanza humilde la figura del Nazareno sin que los hombres presten atención a su voz. Nos llegan noticias e imágenes estremecedoras y no logramos entender, ni creo que pueda entenderse, por qué los hombres nos enfrentamos y hacemos violencia unos contra otros. Palabras como tolerancia, solidaridad, respeto, diálogo, acuerdo, ayuda... suenan mucho, pero cuentan poco.

Cuando un hombre pone una bomba para matar a no sabe quién: ¿Qué cree estar demostrando con ello?, ¿cómo silencia la voz de su conciencia?, ¿a qué mundo aspira?, ¿cómo puede alguien pensar que la violencia sea el cimiento de algo? Cuando unos hombres planean la eliminación de otros: ¿A dónde pretenden llegar?, ¿cómo es posible que el odio llegue a endurecer el corazón ante el miedo y el llanto de un niño o de un anciano?, ¿qué peligro puede haber en ellos? Son preguntas para las que no encontramos respuesta.

Es tiempo de calvario el tiempo en que vivimos y, por ello, bien pertrechados de esperanza, anhelamos el amanecer del domingo de Pascua, cuando el sepulcro reviente y la vida se levante para siempre. Pero antes habrá que pasar por el silencio del sábado y meditar nuestros errores a la luz del mandato del amor. Jueves, Viernes y Sábado forman una trilogía bien trabada: entrega, sacrificio y reflexión -amor, renuncia y sinceridad- jalonan el camino hacia el alba de la resurrección.

La comunidad cristiana ha de disponerse a cargar con la cruz del testimonio y de la fidelidad en un mundo que, por no compartir los ideales del Nazareno, se va a situar muchas veces frente a ella. No esperemos que quienes crucificaron al Maestro vayan a aplaudir a los discípulos. Mal signo sería. Compartir su cruz es la mejor garantía de que compartiremos su victoria.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios