Tribuna

esteban fernández-hinojosa

Médico

Lejos del precipicio

Sin una conciencia global del peligro que entraña el poder tecnológico acumulado no es verosímil que podamos sobrevivir varios siglos

Lejos del precipicio Lejos del precipicio

Lejos del precipicio / rosell

La crisis Covid ha puesto de manifiesto lo vulnerables que somos como especie ante cualquier amenaza global. Aunque la humanidad lleva milenios padeciendo pandemias naturales y devastadoras, ha logrado sobrevivir a todo riesgo de extinción. En la Edad Media Europa lo logró frente a la Peste Negra después de perder más de un tercio de su población; ahora las comunicaciones globales y la superpoblación podrían empeorar las cosas. Algunos cifran el colapso de la civilización en una mortalidad de, al menos, la mitad de la población en todas las regiones del planeta. Si bien la humanidad goza en la actualidad de un poder tecnológico sin precedentes para transformar el mundo, resulta que ni las erupciones volcánicas, ni los impactos de asteroides, ni tampoco pandemias como la actual representan el mayor riesgo para desencadenar tal colapso. El primer peligro ostenta carácter antropocéntrico, pues surge justamente de las manos humanas. Si no fuera por las muertes indignas, sin ceremonias ni entierros que han ocasionado virus como el SARS-CoV-2, estos quedarían en pellizcos de monjas comparados con la amenaza potencial que suponen las armas biológicas diseñadas por grupos terroristas -tecnología cuya trazabilidad resulta cada vez más desdibujada-, o la inteligencia artificial (IA) puesta al servicio del rastreo de nuestros hábitos, datos sanitarios, tarjetas de crédito, de nuestros movimientos…, secreta información sobre nuestras debilidades que ya asoma las orejas sin que apenas contemos con suficientes mecanismos de protección.

La IA, como cualquier herramienta, puede destinarse al bien con la misma eficacia que al mal. Como la antorcha, puede hacer que todo arda en llamas o, sencillamente, que la oscuridad se ilumine. Lo problemático de las herramientas no radica en su cantidad o complejidad, sino en el fin que se les asigna. Lo dilemático se halla más en la finalidad que en el instrumento en sí; es un problema de sabiduría más que de inteligencia. Sin embargo, aún no hemos logrado conciencia pública de este dilema. Además de investigación y ciencia, necesitamos esa sabiduría de los fines con la que prevenir los riesgos que cada logro tecno-científico lleva aparejado a su uso. Casi nada es accidental en la naturaleza, todo lo que sucede está causado por alguna ley preestablecida. Con frecuencia se descubre tarde que muchos acontecimientos ya estaban inscritos, que las causas suelen preceder a los efectos. La conciencia civil necesita reconocer la cercanía de esos precipicios y sus devastadores peligros, y desarrollar para estos y otros riesgos globales una cultura de la prevención. La creación de fórmulas de cooperación frente a las amenazas globales necesita inversión en conocimiento para proteger a la especie. Una población camino de los ocho mil millones de seres hace que cualquier amenaza global resulte tan omnímoda que soluciones individuales apenas ofrecen influencia. Sin una conciencia global del peligro que entraña el poder tecnológico acumulado no es verosímil que podamos sobrevivir varios siglos. Y los actuales hombres de Estado carecen no ya de misión, sino de una visión más allá de intereses electorales del día a día.

En cambio, las iniciativas ciudadanas articuladas en proyectos conjuntos y a largo plazo pueden obligar a los gobiernos a destinar esfuerzos, estructuras y acciones concretas en este sentido, aunque carezcan de retorno rápido. Y precisamente nuestra tabla de salvación radica en la plena confianza en nuestra especie para afrontar colectivamente problemas a gran escala. Y aquí entran en juego nuestras capacidades cognitivas y emocionales como mecanismos capaces de trascender el instinto individual de supervivencia. En nuestro contexto cultural aprendemos a cooperar, a cultivar el sentido de la confianza, de la convivencia y de la responsabilidad ante los demás. Y quizá esas habilidades, que han servido a nuestra especie para impulsar el estado de civilización que conocemos, sean al mismo tiempo el último recurso con el que preservarla ante los graves desafíos a escala planetaria. Pero si la opinión pública no se toma en serio los riesgos a los que se expone la humanidad tampoco lo harán los gobiernos. Y es que, como ya ha anunciado el experto oxoniano Tobi Ors, "por ahora nadie se está ocupando del asunto". Ni siquiera los laboratorios de investigación de alta seguridad garantizan suficiente protección ante las nuevas herramientas biotecnológicas que generan. Pronto obtendremos la ansiada vacuna, y los mercados renacerán de sus cenizas. Pero no deberíamos olvidar los riesgos de la IA y las armas biológicas, y movilizar a los gobiernos a que desarrollen protocolos de seguridad. De lo contrario, seguiremos construyendo un mundo de riesgos y sin reconocer sus consecuencias.

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