Tribuna

Manuel Bustos Rodríguez

Catedrático de Historia Moderna de la UCA

España la malquerida

Las cesiones continuas, sin contrapartida, sólo conducen a mayores exigencias de la parte beneficiada. Más vale ponerse una vez rojo que ciento amarillo

España la malquerida España la malquerida

España la malquerida / rosell

España no se quiere a sí misma. Entre la incapacidad de unos pocos, la desidia de muchos y la iracundia de otros, la idea de formar un todo, así llamado desde hace siglos, se disuelve lentamente como un azucarillo en el agua. La fragmentación producida por el Estado de las autonomías, la mengua de ideales que vayan más allá del andar por casa, el pasotismo que todo lo invade y el odio creciente en algunas comunidades, antaño regiones, van minando la vieja idea por la que tanto lucharon -y cayeron- nuestros predecesores, con la excepción de algunos resistentes que, nunca mejor dicho, aún se atreven a guardar, como los vinos, las antiguas esencias.

Pero no pensemos que la idea de Europa compensará el ideal preterido. Nuestro continente se halla también en precario. Es tan débil, que apenas anima a sus miembros para ilusionarlos con la creación de un Estado supranacional, suponiendo que esto fuera posible. Ante la falta de horizonte de la UE, vemos renacer las ideas nacionales o, como en España, la idea de la región-nación o de las mini-naciones. El Reino Unido ya ha roto, Bélgica se mantiene unida de puro milagro, nuestro país está como está, Polonia y Hungría están mal acomodadas, y quienes gestionan la empresa, (el muchacho Macron -con una contestación creciente en su país- y Merkel, ya muy desgastada) tampoco parecen sobrados de capacidad de liderazgo.

Europa como proyecto está casi paralizada, tratando de reacomodar a sus variopintos socios en el conjunto. Es cierto que ha hecho de la defensa de principios como la tolerancia, la igualdad, la preocupación por el medio ambiente o la democracia su razón de ser, aunque en la práctica incurra en contradicciones, a veces fragantes, y siga al pie de la letra las directrices de una más que discutible agenda globalizadora, sostenida sobre los tres pilares básicos de la ideología de género, un secularismo combativo con la propuesta cristiana y un relativismo disolvente.

La única solución sería en verdad la de avanzar hacia una integración más plena, tanto en lo institucional como en lo legislativo, con una sólida argamasa fundamentada en la tradición y las raíces comunes, respetuosa a la vez con el genio de cada una de sus naciones miembro. Pero en las circunstancias actuales, con el panorama aquí someramente descrito, esto no parece tarea sencilla, aunque hacer otra cosa sería facilitar aún más el malestar entre los socios y la tentación de abandonar la casa común, sobre todo, si como ya piensan muchos ciudadanos, el precio a pagar por pertenecer a la Unión se hace cada día más gravoso. Por otro lado, si difícil resulta lograr la Europa de las naciones, imaginemos cómo será constituir una Europa de las regiones.

Entre tanto, nuestro país sigue a las suyas, tentando a la suerte, apurando la apática paciencia de su gente y con la presencia de un Estado débil y condescendiente hasta el extremo. El problema vendrá cuando una parte importante de los ciudadanos sienta que algo gordo se mueve bajo sus pies, se encuentre desprotegida e inerme, y sea todavía más complicado que hoy reconstruir lo destrozado. Es un tópico, aunque muy real: resulta infinitamente más difícil construir que romper. En nuestro caso, edificar una democracia digna de tal nombre, establecer puentes entre los miniestados peninsulares o reconstruir la unidad perdida, recrear una ética social más sólida, conseguir un mayor respecto internacional y una Justicia más independiente, así como unos medios más plurales.

Releyendo en días pasados los preliminares de la II Guerra Mundial y cómo el ministro británico Chamberlain, para salvaguardar la paz, intentó aplacar a Hitler y los nazis mediante sucesivas concesiones, abandonando a su suerte a quienes debieran ser protegidos, y rayando al final con la inútil bajada de pantalones; veía yo un calco de lo que está sucediendo ahora en nuestro país con respecto a los separatistas, creyendo con ello poder calmar a la fiera.

El diálogo es una virtud preciosa, pero cuando una de las partes que participa en él lo entiende como un medio más de sacar adelante sus intereses, sin contrapartida, humillando al Estado y al resto de sus compatriotas, es imposible que se establezca la paz y el entendimiento. Y será entonces cuando no habrá más remedio que enseñar los dientes al enemigo, haciéndole ver que hasta aquí hemos llegado, pero, eso sí, pagando ya un precio mucho más alto, como en la Europa de 1939. Las cesiones continuas, sin contrapartida, sólo conducen a mayores exigencias de la parte beneficiada. Más vale ponerse una vez rojo que ciento amarillo. A nadie sensato debe escaparse la gravedad del momento, con un paraguas protector, Europa, que preserva poco y no avanza, y una España en almoneda. Veremos quién paga los platos rotos de todo ello.

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