Tribuna

César Romero

Escritor

Elogio de la trascendencia

Pensar que todo puede tomarse a la ligera, que nada en realidad pesa, por miedo a parecer plúmbeos, no hace que ciertos asuntos pierdan la trascendencia

Elogio de la trascendencia Elogio de la trascendencia

Elogio de la trascendencia / rosell

Aunque algunos lo vean el último grito, no es nuevo, pero parece haber tomado auge con el éxito de cierto tipo de presentador televisivo, informal, en deportivas y con barba de diez, doce días, con aire de vecino despistado, ese que siempre tutea al anciano del tercero sin dejar de ser amable, o con el desembarco de cierta clase de comentarista, con columnas a destajo en opinión, en deportes, en sociedad, en algunos diarios de referencia. Es el cronista que, por no querer darse importancia (falsamente, porque firmar en un diario de referencia nacional, que leen miles de personas cotidianamente, o presentar un programa con índices de audiencia millonarios vuelve al cronista en alguien que, quiéralo o no, importa), no se la da a ninguno de los asuntos que trata, o la rebaja (bueno, esto es un tema serio pero vamos a hablarlo tomándonos unas cañas y con mucha sonrisita cómplice, así la cosa no parece envarada), por quitar trascendencia a sus palabras quita gravedad a las cosas graves, por no ser campanudo va dando simpáticos campanazos. Ese tipo de cronista jamás incurrirá en un delito de lesa modernidad, el mayor peligro que lo acecha y teme: ser trascendente (y mucho más parecerlo).

Aunque este Mediterráneo lo estén descubriendo tantos, es casi tan viejo como esa mar. Siempre hubo comentaristas dotados de inteligencia y humor que supieron ver el lado hilarante de las cosas, subrayar el cariz ligero de algunos asuntos. Basta con abrir cualquier libro de Julio Camba y leer algunas de sus miles de colaboraciones periodísticas para comprobar que ese modo leve y bienhumorado de ver las cosas no es nuevo. Incluso en medio de una guerra o una revolución, donde los fuegos no son de artificio, algún cronista narraba la anécdota que revela el punto cómico de un episodio concreto, o de la revolución en general. Josefina Carabias cuenta la ocupación nazi de Francia en 1940, mientras sobrevive en el exilio con su hija (la escritora Carmen Rico-Godoy), con gracia que no minimiza la gravedad de ese momento crucial, en un libro de crónicas que no pudo publicar como tales por estar censurada tras nuestra guerra. Crónicas que toman una anécdota jocosa y aligeran lo trágico de la ocasión para extraer media sonrisa en el drama diario, pero sin soslayar el drama. Ahora la búsqueda de esa tan prestigiada, ansiada, ligereza no pretende aligerar la gravedad del asunto tratado, descubrir la arista más liviana a lo que de suyo no es baladí, sino hacernos creer que casi todo asunto lo es, nada es tan grave ni tan trascendente como para tomárselo en serio y llevarse en algún momento las manos a la cabeza (o al bolsillo, que parece ser la traducción moderna de esa vieja expresión). Se huye de lo categórico, que suena a imperativo kantiano, y se huye más por imperativo que por kantiano, porque si un verbo hoy está proscrito es imperar. Suena a púlpito, a cátedra, a coacción, y hoy nadie quiere dar sermones ni lecciones ni mandar (o aparentarlo, mejor dicho, porque hay mucho aspirante a mandatario que alecciona y sermonea). Se busca lo anecdótico, porque nadie quiere parecer serio, envarado, trascendente. Pero hay cosas serias, sigue habiéndolas, siempre las hay.

La seriedad de algunas cosas no excluye que se les busque, y pueda encontrar, ese lado ligero. Nada, ni siquiera el Holocausto judío, como han demostrado algunos cineastas y escritores, o la muerte de un ser querido, carece de un escorzo que aligere su pesadumbre. Pero se trata de eso: aligerar la pesadumbre. De lo que pesa y, por tanto, debe sopesarse. Pensar que todo puede tomarse a la ligera, que nada en realidad pesa, por miedo a parecer plúmbeos, o que la gravedad es un viejo principio que ya no nos afecta porque vivimos en un mundo donde todo flota graciosamente, como en una nave espacial o en esa nube cibernética donde todos dejamos nuestros documentos sin saber de verdad en manos de quién están, no hace que ciertos asuntos pierdan su trascendencia. Al revés: la agrava.

Porque el lector, el espectador, a quien le cuesta encontrar ese perspectiva sutil que parte de la anécdota para llegar a la categoría y revela el lado ridículo, la costura mal hilvanada de la realidad, por donde ir aligerando su pesadez, puede acabar creyendo, con ese cronista a la moda, que todo pesa lo mismo, es decir, poco o nada, y que no hay cosa tan preocupante como para quitarnos la media sonrisa satisfecha de los labios. Hasta que un día la tozuda realidad borre esa sonrisa, a bofetadas, y nos haga caer del guindo, a plomo.

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