Tribuna

VÍCTOR J. vÁZQUEZ

Profesor de Derecho Constitucional

Elogio del deber heroico. Nuestro porvenir

Elogio del deber heroico. Nuestro porvenir Elogio del deber heroico. Nuestro porvenir

Elogio del deber heroico. Nuestro porvenir

A Macario Alemany

JOHN Ford tenía la edad de setenta y dos años cuando filmó el que sería su testamento artístico. Se trata de la historia de siete mujeres aisladas en una comunidad evangélica de China, sobre la que se erguía la amenazante sombra de la peste y de una cuadrilla de sanguinarios e impíos guerreros mongoles, dirigidos por el inefable señor de la guerra, Tunga Khan. Una de estas mujeres, la última en llegar, era una doctora norteamericana y, en su caso, el viaje a aquel extraño mundo no respondía a ningún anhelo espiritual o deseo proselitista. En realidad, la doctora Cartwright simplemente huía de algún lugar por motivos que nunca sabremos. Lo cierto es que un día llegó la mala hora del terror y del cólera, y la díscola doctora de pelo corto y vida distraída, esa mujer nada temerosa de Dios, santificó su conocimiento y virtud para la supervivencia de aquella comunidad puritana que nunca pudo conocer cuál grande fue el grado de sacrificio de su oveja descarriada.

Roberto Rossellini era algo más joven cuando filmó Europa 51 pero, al igual que el maestro norteamericano, él también había vivido dos grandes guerras, y pertenecía así a una generación que hubo de convivir con la cotidianidad de lo pavoroso. Rossellini, en definitiva, estaba sentenciado a hurgar en los porqués del ser, a ejercer, casi como condena, una suerte de existencialismo, muy mediterráneo y pagano, en su caso. La historia de Europa 51 es también la historia de una mujer, Irene, que tras una tragedia personal, decide situarse en los márgenes de su comunidad burguesa. Desposeída ya de cualquier certidumbre y creencia, la mujer tomó la opción de mirar directamente el rostro del dolor y la miseria, y una vez conocido éste, encomendar a él sus manos y su vida.

La humanidad siempre ha necesitado necesitado del heroísmo, no sólo como alimento literario, sino como sustancia material de nuestro propio progreso civilizatorio. También, qué duda cabe, como paradigma último de la virtud. Ese rostro de lo heroico siempre ha tenido para mí los rasgos de la doctora Cartwright y de la bella Irene. Ellas son, en ambos casos, personajes deliberadamente anti-ideológicos. Ninguna de las dos espera, en este o en otro mundo, alguna recompensa por sus acciones. El deber se impone sobre sus actos como una inercia moral ajena a cualquier discurso. Sus allegados desconfían de ellas porque no se dicen cristianas ni revolucionarias, y ni siquiera aspiran a la dicha narcisista del reconocimiento tribal. Ellas simplemente actúan, y lo hacen desde una radical individualidad que es, al mismo tiempo, plenamente consciente del deber que impone a nuestros actos el padecimiento ajeno ¿Pero de dónde, de dónde puede venir, sino de la locura, ese terco afán por obrar con tal férrea virtud?

La conciencia más preclara de la segunda postguerra, Albert Camus, dedicó una vida a dar respuesta a esta pregunta. Ante el doloroso absurdo de la calamidad, aquel francés africano nos enseñó que no hay doctrina que pueda librarnos de encarar individualmente el peso moral de nuestra propia vida; nosotros tenemos la responsabilidad de portar una y otra vez esa carga, y para tal empresa la peor desgracia no es, bien sabía el escritor, el no saber creer, sino el no saber amar. Discreto e infalible es el vínculo que une el deber, el amor y el heroísmo. Tan discreto que pocas veces se deja percibir, pero cuando así es, deslumbra como las grandes verdades morales.

Día y noche, con el rostro velado, hay gente que conoce su deber y que, con inteligencia y conocimiento, está cuidando de los cuerpos hasta la extenuación. Gente que, en definitiva, dobla la espalda y se organiza, para la que vida de los hombres siga y vuelva a su curso la grandeza de los símbolos y la alegría de los festivales. En sus manos, en sus actos y sus gestos debidos, se manifiesta luminosa esa sagrada arqueología de lo humano que responde ante al riesgo (el amor, siempre enemigo de la cobardía). Bien es sabido que los héroes son aquellos que pueden hacer, con su conocimiento, sacrificio y tesón, aquello que al resto se nos niega. Son inalcanzables, sí, pero al mismo tiempo nos dicen de qué madera estamos hechos. Su sabia pugna individual nos muestra la dirección moral del desafío colectivo. El lugar hacia el que hemos de orientar nuestro valor, solidaridad e inteligencia. Ellos nos están revelando día a día el principio de legitimidad que mañana, cuando esto amaine, habremos de exigir a la autoridad. Las dimensiones morales de nuestra futura reconstrucción. La esperanza que nos ofrece hoy esta gente que cumple virtuosamente su deber es una de esas deudas de amor que no se saldan. Ellos son, en este crudo invierno, testimonio y razón del verano invencible que pronto nos espera, porque todos lo llevamos dentro.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios