Tribuna

ESTEBAN FERNÁNDEZ-HINOJOSA

Médico

Cruzando el Rubicón

Los bosques conectan las raíces de sus árboles mediante redes subterráneas de hongos por las que intercambian recursos hidro-minerales e información compleja, y se configuran funcionalmente como un único organismo. Pando es un área de 43 hectáreas ubicada en Utah (EEUU). Allí se asienta una colonia clonal de álamos que está considerada por los científicos como un único árbol, el organismo vivo más grande del mundo: sus 47. 000 ejemplares están conectados por un sistema de raíces que los hacen genéticamente idénticos. Los místicos de todos los tiempos, y los físicos cuánticos desde el siglo pasado, han defendido que, en realidad, todo está conectado en un vasto universo de naturaleza no material. Y ahora el virus de oriente -se ha meditado algo desde esta tribuna- viene a demostrar que somos también un único organismo a infectar, y que el problema de uno es el problema de todos. La pandemia ha puesto de manifiesto la estrecha relación de la salud individual con el sistema político-económico, la ecología y los demás seres del planeta. Cada individuo permanece en ósmosis con el medio social y ecológico que habita. Todos los organismos liberan residuos y, al mismo tiempo, absorben las condiciones del ambiente. Nuestras generaciones nunca habían sentido de manera tan visceral la presencia del otro. Y todo apunta a que ese plexo de conexiones no se limita a la especie: la crisis del clima y el deterioro del hábitat está enredando otras criaturas y ecosistemas del planeta a la madriguera humana.

La plaga actual, de dimensión universal, está torturando a los más frágiles: ancianos, enfermos y desfavorecidos -pobres, personas sin hogar, etcétera-. Quizá, el Covid-19 sea otra forma de enfermedad de la desigualdad. El inextricable triángulo que forjan la pobreza, el hacinamiento y la enfermedad es bien conocido. Sin embargo, bajo el drástico y prolongado manto del confinamiento se han ocultado otras formas morbosas, y sobre las que conviene recapitular en este impasse que ofrece el estío: se han producido retrasos en los tratamientos de pacientes oncológicos, reagudizaciones o agravamiento de patologías en enfermos que no han querido -o no han podido- acudir a los hospitales, la salud mental de muchos se ha deteriorado, y ha aumentado tanto la violencia doméstica como el abuso infantil; sin contar con el incremento de enfermedades y muertes precoces que se prevé en la próxima década a derivas de las tasas de desempleo, de las que se nos advierte hasta la saciedad. Y a escala planetaria, la suspensión de las campañas de vacunación masiva amenaza con hacer resurgir aquellas enfermedades infecciosas que diezman mayormente a la población infantil. Los modelos epidemiológicos sugieren un exceso de casi millón y medio de muertes por tuberculosis en 2025. Confiemos en que esta última predicción resulte tan errónea como las de algunos portavoces que, en nombre de la epidemiología, han actuado con la pompa y banalidad de antiguo sacristán de pueblo.

Como no somos entidades independientes e impermeables, sino vulnerables a la críptica estructura del mundo, conocer la enfermedad, su vacuna y tratamiento es ahora una urgencia que ha puesto de relieve la importancia de algunos cambios en la investigación científica. Hoy comunica sus hallazgos sin ocultar los andamiajes de su creación. Los principales servidores publican a diario cientos de documentos sobre el Covid-19, sin esperar las lentas revisiones y sin la aureola de las verdades inapelables; en cambio, sus diseños y resultados se discuten en abierto por extensas redes de científicos sin reservas ni demoras. Se construyen consorcios entre académicos y grandes corporaciones que aceleran complejos proyectos de investigación. La reducción de los tiempos de I+D en los centenares de ensayos que se prueban a escala mundial, o la capacidad de los laboratorios para suscribir alianzas con gobiernos o con otros centros de investigación carecen de precedentes. La colaboración de un grupo de investigadores chinos con otro australiano permitió la publicación en enero de la secuencia del genoma del coronavirus, y el resto de investigadores del mundo pudo acceder al mapa genético de forma inmediata y gratuita. Los científicos publican sus datos tan pronto como los obtienen, colaboran desde disciplinas diversas, comparten conocimientos sin fetichismo por la novedad, corrigen errores e integran lecciones. La ciencia ha sellado su compromiso a una velocidad y una escala desconocidas, y no sólo ante la frontera del conocimiento de lo muy grande, o la de lo muy pequeño. Ahora se enfrenta también a lo muy complejo, a esa escala intermedia de la experiencia humana, y puede que, con el guantazo vírico, haya cruzado el Rubicón. Así las cosas, el futuro quizá se ha presentado sin llamar.

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