El Tribunal Constitucional (TC) ha suspendido el plan de ruptura con España aprobado por el Parlamento de Cataluña el pasado 6 de octubre, que incluía un referéndum de independencia para el próximo año y que fue recurrido en su día por el Gobierno de la nación. Aunque, por ahora, el TC se limita a paralizar esta hoja de ruta por cuestiones técnicas y no analiza el fondo de la cuestión, es casi evidente que el Alto Tribunal no permitirá que se celebre una consulta que a todas luces es ilegal, ya que ésta rompería con la soberanía de los españoles, un principio constitucional básico. Todo el mundo sabe que, tarde o temprano, el TC fallará definitivamente en contra de la disparatada decisión del Parlament. Rasgarse las vestiduras, como ayer se apresuraron a hacer algunos políticos catalanes al conocer la decisión del tribunal, es una manera más de interpretar ese papel de víctima en el que tan cómodo se siente el nacionalismo.

Más que como un nuevo obstáculo, la decisión del Tribunal Constitucional debe considerarse como una nueva oportunidad para el entendimiento entre los sectores moderados del nacionalismo catalán -que tarde o temprano regresarán a la racionalidad política- y el Ejecutivo central. A estas alturas, a nadie le cabe duda de que el proceso de ruptura unilateral iniciado por los independentistas está abocado al más absoluto de los fracasos, ya que cuenta con cada vez menos apoyos ciudadanos y es rechazado con meridiana claridad por la comunidad internacional. Si los sectores moderados del nacionalismo catalán (aquellos que provienen de la extinta Convergència) siguen manteniendo la ficción de que apuestan por la independencia es porque su política está completamente secuestrada por la CUP, una formación claramente antisistema cuyas propuestas políticas, económicas y sociales son claramente extravagantes.

Sin embargo, ahora, el TC da una clara coartada a estos sectores para que retomen el camino de la racionalidad y la legalidad. También ayuda -y mucho- el nuevo clima político tras las últimas elecciones y el claro giro que Mariano Rajoy ha dado a su política catalana, que ha pasado de la pasividad más absoluta a la movilización de todo su Ejecutivo, con la vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría, a la cabeza, para que se reconduzcan las relaciones entre Madrid y Barcelona. El nacionalismo moderado catalán debe cortar cuanto antes con la radicalidad, y el Gobierno tiene que ayudar para que esto sea posible sin que se vulnere, claro está, ningún principio constitucional.

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