Barcelona vivió ayer una nueva jornada de violencia. Aunque las movilizaciones convocadas por la Asamblea Nacional Catalana fueron masivas y pacíficas -unas 500.000 personas, según la Guardia Urbana-, grupos no desdeñables de jóvenes protagonizaron un día más episodios de extrema violencia en sus enfrentamientos con los cuerpos policiales, con quema de contenedores y coches, lanzamiento de objetos contundentes y cócteles molotov e incluso agresiones a periodistas que cubrían los altercados. Paralelamente, durante la jornada se celebró una huelga general de seguimiento muy desigual según las zonas y los sectores. En total, según los datos de la propia Generalitat, el seguimiento del paro no llegó ni al 50%, lo que se puede considerar un completo fracaso si se tiene en cuenta la acción amenazante de los piquetes y que la propia Administración autonómica -en un gesto sin precedentes, otro más- había apoyado el mismo. Trabajar ayer en Cataluña no era fácil y, aun así, más de la mitad de los ciudadanos acudieron a sus puestos. Sólo el estudiantado -un gremio especialmente proclive a este tipo de movilizaciones- siguió masivamente la convocatoria. Como ejemplo y símbolo de la extorsión ejercida por los piquetes independentistas están las imágenes de los guardas de la Sagrada Familia cerrando, bajo amenazas, el templo a las visitas.

Pese a que el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, se esforzó ayer en quitar hierro a los actos violentos y en transmitir la estampa de una Barcelona en paz a la que cualquier turista o ciudadano puede viajar, lo cierto es que la imagen que se está dando al mundo de la capital catalana es la de una ciudad sumida en el caos y la violencia, algo que ya se está notando en las reservas turísticas de todo tipo (hoteles, restaurantes, teatros, etcétera). Por mucho que los responsables del movimiento independentista se estén desmarcando de la violencia (algunos demasiado tarde), lo cierto es que el daño que se le ha hecho a Barcelona es incalculable. Una vez más queda de relieve la enorme irresponsabilidad de los líderes de un movimiento que no sólo colocó a Cataluña y a España ante el abismo durante los aciagos días de octubre de 2017, sino que ahora persevera en el error y, con la excusa de oponerse a una sentencia dictada por un tribunal democrático como es el Supremo español, incendia sus propias ciudades y siembra la discordia entre los ciudadanos. Tanto dislate tardará mucho en olvidarse.

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