La otra orilla

VÍCTOR RODRÍGUEZ

El otro verano del viejo

Parece que la ciudad en verano, tan vacía, le recordaba más cruelmente su soledad y su limitación

La palabra indignado estaba pasada de moda, lo sabía. De tanto usarse desde aquel 15 de mayo de 2011, fue apagando la esperanza de que todo aquello que se decía en largas tertulias televisivas que había que cambiar, como el paro juvenil, el acceso a una vivienda digna, la precariedad de los contratos, la marginación de los de siempre, pues eso, que seguía como siempre. La diferencia es que era diez años más viejo y no podía evitar relatar para sí que poco o nada había mejorado, quizás todo esté mucho peor, porque con la pandemia nadie se atrevía a quejarse. Lo peor a mi edad es volverme cínico. ¡Pero es que no lo podía evitar! Con su pequeña pensión y la mirada desde el pequeño balcón de su piso de barriada el verano no era como el que salía en la tele, ¡qué manía con Ibiza, con los yates y las mansiones!

De lo poco que veía en la tele, que es una birria, ya no ponen nada bueno, todo el tiempo con anuncios ridículos de teletienda, y sin saber qué es eso de las plataformas de pago (cualquier cosa de pago que no fuera básica simplemente no se la podía permitir), eran esos documentales de aventureros en Alaska que se dedicaban a cazar y a hacer cabañas con troncos. Siempre había tenido un poco el espíritu de Robinson Crusoe, el de sobreponerse a las dificultades y buscar vivir en paz con la naturaleza. Ahora ya todo eso quedaba muy lejos, era un viejo y vivía solo. Las mañanas más o menos las sobrellevaba con eso de obligarse a salir a comprar la comida, pero las tardes y, sobre todo los fines de semana, la bóveda de la pesadumbre le cubría. Parece que la ciudad en verano, tan vacía, le recordaba más cruelmente su soledad y su limitación.

Volvió a poner la televisión; seguían contando infectados del coronavirus, y seguían señalando que el recibo de la luz alcanzaba otro máximo histórico, a la par que decían que las compañías eléctricas se estaban dedicando a vaciar pantanos para ganar todavía más vendiendo como cara la luz que más barata producían, a pesar de que hace mucho que no llueve, o que todas esas contratas tan multinacionales españolas habían sido multadas por andar de chanchullos en los contratos públicos, que habían formado un cártel. A él eso de cártel le sonaba a mafia o a narcotráfico.

Cerró los ojos y se imaginó con cuarenta años menos poniendo trampas en el valle del río Yukon, allá en Alaska, afuera el termómetro rondaba los 42 grados.

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