F IESTAS ilegales, botellones y disturbios no dejan de aparecer en las noticias desde que se promulgó el toque de queda. Son imágenes tan entristecedoras que el alma se cae a los pies. Y en el mercado, en el transporte o en el trabajo, muchas personas sensatas buscan el desahogo y la complicidad del que esté al lado, aunque sea a metro y medio de distancia: ¿Qué les pasa a los jóvenes, que no piensan en sus mayores? ¿Cómo se puede pedir libertad sabiendo que está en juego la salud de todos? ¿Pero por qué hay gente tan irresponsable tratándose de la vida de los otros?

Es cierto que entre los que se empeñan en desafiar las normas hay gente de muy distinto pelaje, pero reconozcamos que no todos son unos antisistema… No, son gente normal, quizás respetuosa en otros contextos, que ni siquiera se plantean estar haciéndolo mal. Simplemente, ahora se les pide que hagan algo "por todos". Y ellos responden: ¿Pero qué todos es ese? ¿Es que yo tengo que ver con alguien? En realidad no debería extrañarnos. Durante décadas hemos cultivado el caldo perfecto para privatizar cualquier tipo de respuesta ante problemas colectivos: si la economía va mal, trabaja más, conviértete en emprendedor; si quieres asegurar tu futuro, hazte un plan de pensiones; si te preocupa el medio ambiente, cómprate un coche eléctrico; o apadrina un niño, colabora con el banco de alimentos, consume alimentos ecológicos… Siempre es la misma idea: no existe comunidad, solo individuos que deben construir su vida en un mundo sin certezas. Y ante catástrofes que nos afectan por igual, cada uno replica: ¿qué hay de lo mío? Si hasta los bienes comunes, como el agua o el propio sol, se privatizan, ¿cómo va a extrañarnos que la responsabilidad sea también una cuestión privada? Ahora, un bichito microscópico nos enfrenta a la evidencia de que hay vínculos objetivos, más allá de las propias elecciones, que nos abrazan a todos; que lo que hago yo resuena inevitablemente en la vida de los otros, y la naturaleza no está fuera y lejos, porque somos una sola cosa. La pandemia no solo cuestiona nuestro modo de vida, sino nuestra propia identidad. Y deseamos tener pronto una vacuna para poder cerrar ya este amargo paréntesis. Ojalá comencemos a actuar como si la vacuna no fuera a llegar nunca, para poder, verdaderamente, abrir los ojos, transformar los valores, reorientar las prioridades: para saber, en fin, para qué y para quién queremos vivir, porque esa sería la auténtica vacuna.

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