Compartía hace unos días en las redes sociales Gorka Landaburu una reflexión que merece una atención especial: "En este país desaparece el debate cuando entra la política". Y lo hacía a cuenta de las declaraciones del ministro Alberto Garzón en las que recomendaba reducir el consumo de carne y de todo lo que sucedió después, en un episodio de demostración clarividente: el asunto lanzado por Garzón es objeto de un debate harto interesante desde hace ya tiempo, con flancos relativos a la industria cárnica, el cambio climático, el estado de salud, las costumbres alimenticias y los hábitos de consumo, un debate que vienen abordando con urgencia y con llamadas a actuaciones inmediatas, desde criterios distintos (sí, la diversidad de posturas contribuye a enriquecer el debate y a que se adopten las mejores medidas, aunque decir esto parezca una locura en el siglo XXI), lo mismo médicos y nutricionistas que ganaderos, sociólogos, ecologistas, científicos y otros muchos expertos. Se ha escrito y hablado sobre esto de manera abundante y a menudo brillante, con garantías para el futuro. Sin embargo, basta con que lo toque la política para que el debate quede fulminado: Pedro Sánchez hace su gracia del chuletón y allá que van los ínclitos de uno y otro lado a arrojarse las consignas a la cabeza. Y listos. Se acabó.

Constatar este fenómeno tiene, eso sí, mucho de perogrullo. Hace ya bastante más de cuatro días que el ejercicio político abjuró de la idea de bien común para centrar todos sus esfuerzos en la parroquia propia, alimentada cada vez con menos razón y más entrañas. El diagnóstico de Manuel Arias Maldonado respecto a la democracia sentimental sigue siendo el más elocuente: no hay más remedio que aceptar, a estas alturas, su irreversibilidad. Cada vez hay menos pudor en la promoción de leyes aprobadas con la única intención de sojuzgar ideológicamente al adversario, mientras los asuntos que sí son urgentes, los que toman ya por precio la misma vida de la gente, quedan resueltos en declaraciones de buena voluntad con vistas a las agendas de 2030, 2050 y el año que ustedes quieran. En lugar de promover los debates necesarios, los políticos presentes parecen arder en rabia si no son ellos el centro del debate, incluso después de haberse ido. Ahí tienen a Pablo Iglesias, siempre de vuelta. Se le rompió el amor, parece, tanto usarlo. Hablemos, pues, de esto.

Era mentira: los políticos que dejan el ejercicio para volver a sus puestos de funcionario, a sus clases o a la mina no son modelos de nada. Nunca lo fueron. La gloria está reservada a los que más destruyen.

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