Aunque ya tienen bastante más de medio siglo, las teorías de Karl Loewenstein sobre el constitucionalismo siempre me han gustado y, en repetidas ocasiones, las he sacado a colación en mis clases para intentar que los estudiantes comprendan, de forma crítica, qué es una constitución y para qué sirve.

En su Verfassungslehre, dice Loewenstein que una constitución es como un traje al que el cuerpo debe amoldarse. La imagen es tremendamente potente y didáctica. Nadie se compra un traje tan pequeño como para tener que dejarlo colgado en un armario y sin uso. Y, aunque ahora se lleva eso tan snob del outfit oversize, tampoco nos lo compramos tan grande como para que tengamos que esperar décadas antes de que nos siente bien. Para cuando llegue ese momento, entre otras cosas, ya habrá pasado de moda. Sabemos, por otra parte, que un traje "justo" nos vendrá estupendamente, pero solo durante un tiempo breve, porque el cuerpo cambia, engorda o enflaquece. Hacemos, en fin, con una constitución lo mismo que con nuestra ropa: nos la compramos para usarla, para que nos siente bien y nos proteja, y para que nos dure algún tiempo.

Llevada la metáfora a la realidad, una constitución debe servir para organizar nuestra vida presente, pero también para fijar los valores en los que nos reconocemos y el modelo de sociedad que aspiramos construir. No es raro que algunos preceptos constitucionales no se cumplan (ha ocurrido y ocurre en todas partes y en todo tiempo), siempre que la sociedad y su clase política se esfuercen para que algún día puedan llegar a cumplirse.

La Historia nos demuestra que tan erróneo es marcarnos un horizonte idílico e incumplible (como hizo, verbigracia, nuestra Constitución de 1812) como promulgar constituciones que solo sirvan para un determinado sector de la comunidad (una determinada ideología, partido o clase social): el siglo XIX español está lleno de ellas y también de su fracaso. Siempre, además, se ha de estar alerta frente a la amenaza de la autocracia, porque hay constituciones que solo tienen de ellas mismas el nombre y no la esencia. La constitución puede incluso no existir (que se lo pregunten a los británicos), pero, si existe, debe ser razonablemente duradera y nunca inamovible o irreformable, pues ambas cosas deterioran gravemente su legitimidad y los consensos originalmente concitados.

Si es eficaz, plural y democrática, si ordena, limita y equilibra el uso del poder, si protege al débil y vela por sus derechos y si garantiza una convivencia pacífica, una constitución es un tesoro de valor incalculable. Créanme, cuesta mucho trabajo encontrar un traje así. Cuando se encuentra, es de todos y todas y hay que impedir, a toda costa, que alguien o algo se lo apropie en su propio beneficio, pues puede llegar a ser el principio de su fin.

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