La farmacia de mi barrio siempre está llena, antes y durante la pandemia. La diferencia es que la cola se forma en la calle. Por allí pasan todos los mayores a buscar medicamentos, compitiendo entre ellos a ver quién se lleva la bolsa más llena, frustrándose cuando les falta alguno y sonriendo satisfechos cuando llevan de todo. Y es que a la mayoría de los mayores, (menos a mi madre), les encantan las recetas.

Algo parecido ocurre cuando mi peluquera, sin consultarte, te pone una crema que te deja el pelo tan sedoso que ni preguntas por qué la puso, o con la cosmética o con una pieza averiada de un electrodoméstico ¿Qué más da conocer cuál es la causa? Si nos duele la cabeza y tomamos algo que nos alivie, dejará de preocuparnos el diagnóstico. Está claro que lo que se valora realmente es el remedio para el problema, sólo después podemos interesarnos por el origen del mismo. Es evidente que no se trata de una actuación lógica ni coherente, sobre todo si de la salud se trata, porque lo que procede es diagnosticar primero y tratar después esa sintomatología en consecuencia con lo encontrado.

Pero… ¿Cuántas cosas que creíamos lógicas han dejado de serlo? Nuestra cotidianidad quedó herida desde la aparición del Covid-19 en nuestras vidas. Este virus ha puesto en jaque a nuestras certezas, intuiciones y seguridades de siempre. De supervalorar a los tratamientos, se ha pasado al otro extremo, a priorizar el diagnóstico y, con tal afán, que ha llegado a colapsar el sistema. Ahora vivimos bajo el eslogan de "Pon un test en tu vida". La gran obsesión actual (a falta de fútbol) es enterarse de si tienes o no el virus, a sabiendas de que este diagnóstico no es definitivo. A excepción de los sanitarios (ironías de la vida), han pasado por el test desde los Reyes hasta los que en clínicas privadas han pagado entre 165 y 400 euros, pasando por todos los miembros del Gobierno, o Almodóvar o Pablo Casado o los de Vox, o el mismo Trump, al que se lo hacen a diario.

Este ansia de test (da igual si es PCR o rápido) ha llegado a convertirse en un indicador más de la diferenciación de clases y ha espoleado el oportunismo de las grandes empresas que, oliendo a dinero, han disparado la industria robótica hasta el punto de fabricarse, de modo exprés, todo tipo de dispositivos (drones o robots) que miden la temperatura y lo mismo desinfectan espacios que llevan medicamentos a las habitaciones de los enfermos.

Y en medio de esta psicosis, digo yo: ¿Y la vacuna pa cuándo?

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