Juanma G. Anes
Tú, yo, Caín y Abel
El zurriago
Antonio, La Moni, lo contaba todo como si fuera un chiste, así que el día que me habló de aquello parecía hasta gracioso. Bromeaba, pero en su voz se percibía el sufrimiento. Pasaba por aquello a la carrera, como quitándole importancia. La detuvieron en carnaval, por ir vestida de mujer en plena calle. Había pedido un taxi, sacando toda la pluma que tenía para reírse un rato, con la mala suerte de que los policías de la secreta andaban por allí y le echaron el guante por escándalo público, conducta inmoral y alguna cosa más de esas, y de allí se fue a la cárcel. Por mariquita. Porque en aquel tiempo (y no hace tanto) a los mariquitas se les metía en la cárcel. Como entonces tenía solo 17 años, le cayeron nada más que tres meses y una multa de 500 pesetas, aunque Antonio, que no quería darle a su padre el disgusto de tener que pagar un dinero que no tenía, se la ahorró quedándose un mesecito más. El día que hablé con él -me quedé con las ganas de más- no me lo contó, no quiso, pero su amigo Juan, sí: a La Moni, y también a Juan, y a los centenares de personas que encerraron en las cárceles de Huelva y Badajoz hasta 1979, los torturaron con trabajos forzados, humillaciones, vejaciones, palizas y ‘terapias’ de electroshock porque aquello, pensaban, era una enfermedad que se podía extirpar. Aunque ya no había cárcel, Pedro vivió su propio encierro durante casi veinticinco años, que fue el tiempo que tardó en decidirse a contarle a su mujer que, aunque la quería muchísimo, lo suyo, desde el noviazgo, había sido un paripé porque en realidad le gustaban los hombres, pero que siempre le había dado mucho miedo reconocerlo, no sea que lo echaran del trabajo. Había aprendido a disimularlo tanto y tan bien que casi lo había olvidado. A pesar de que durante todo ese tiempo había vivido encarcelada en una mentira, ella llegó a entenderlo y lo perdonó. Al fin y al cabo, se decía, eran una familia. Ana, sin embargo, no tuvo esa suerte. Su padre la echó de casa cuando le dijo que no se sentía como las demás muchachas. Que ella no quería un novio ni tampoco casarse porque a ella le gustaba Madonna y no solo por sus canciones, que lo suyo eran las chicas y además se había enamorado de una. Durante años, la madre trató de convencer al marido para que la dejara volver aunque fuera solo un día. “Por saber cómo está la niña, más que na”, le decía. No hubo manera, y desde que murieron, Ana vive con la pena de no haber podido despedirse de ellos. Eran otros tiempos, y a Gonzalo todo eso le queda muy lejos, pero sabe que algo pasa. En el cole se meten con él. Se ríen y le dicen mariquita, como le decían a La Moni hace sesenta años, y hoy le han llamado parguela, que aunque no sabe lo que es, se lo imagina. Lo buscará en Google en cuanto llegue a casa. No tardará mucho, porque va corriendo, agachando la cabeza para no cruzar la mirada con nadie, con el mismo miedo que tuvieron tantos como él. Como el que aún tienen. Porque, aunque es cierto que hay mucho que celebrar, el día del Orgullo debería servir también, sobre todo, para recordarnos que todavía hay gente, aquí, hoy, que está sufriendo por ser como es. Para reivindicar el amor. Porque nunca, nadie, debería sufrir por amar.
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