Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

El sitio de la lechuza

En una de estas postreras noches de agosto, en la ciudad tranquila, una lechuza se posó en el poyete de la terraza que ocupa parte de la azotea. Sería a esa hora extraña de la primera madrugada. Era blanca más que parda, grande como dos cuartas. Su sigilo, la base de su capacidad de cazar y sobrevivir, acrecentó el natural sobresalto; de pronto encantados y enmudecidos con aquella presencia de un blanco como de otro mundo. Nos miró, giró con señorío el cuello irreal, se fio apenas de aquellos humanos, y partió sin rumor alguno, con tan queda forma de desplazarse en el aire: le faltó decir "buenas noches". Mi compañero de velada lanzó una conjetura: "la guitarra triste es lo que la atrajo". Lo tomé como un piropo, aunque quizá el mensaje llevaba guasa y algún fraternal veneno: "deja ya esos arpegios". Si el sonido quejoso de las cuerdas de metal le pareció al pájaro de noche un lamento de una posible presa, no se puede saber; uno prefiere pensar que era la curiosidad la que movió a aquella ave. O pueda que me viera atrapado por el síndrome Disney, con sus animales que hablan y sienten como nosotros. Esa compasión que acaba haciendo un héroe de quien evacúa perros de Afganistán pero no puede salvar en el mismo avión a sus cuidadores, porque para ellos no hay sitio. Qué decir. Qué gran belleza particular, y qué horror ajeno.

Durante los meses del confinamiento, entre marzo y junio del año pasado, que para nuestra memoria atónita quedan, los patos y otros animales menos amables tomaron las calles, hasta las peatonales de los centros urbanos. Espacios de pronto fuera de la realidad, fantasmagóricos y convertidos a ratos en paisajes después de la explosión sorda de una bomba de hidrógeno. Los autobuses urbanos hacían su ruta zombi, absurda. En esos días y noches, la lechuza debió de haber tomado aquella terraza como una atalaya de su plan de operaciones, de esa forma en que los pájaros colonizan los espacios en que pueden criar o estar a salvo de la crueldad. Bueno, no sólo los pájaros: lo hacemos igual todos los seres vivos. Pero ella vino, casi estoy seguro, a ver quiénes eran esos intrusos. Hipotecados y firmantes del título de propiedad del sitio de su gusto; pero para ella, ocupantes. Ella no sabe de préstamos. Ella vive al día. Temí por una gata que no ha crecido mucho; la imaginé en sus garras, alrededor del campanario de enfrente. Como en el caso del avión salvador de mascotas, la vida, lo cotidiano y su asombro no eran sino una torrentera que en su brío salvaje lleva mezclados lo amable, lo inhumano y lo inexorable.

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