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Rafael Padilla

¿De qué se reían?

ES quizás una de las imágenes más sórdidas y descorazonadoras de los últimos años. La exhibición de alegría de las ministras de Zapatero (De la Vega, Jiménez, Corredor, Espinosa, Chacón y por supuesto Aído, la triunfadora), tras la votación que permitía la tramitación de la ley del aborto en el Congreso de los Diputados, refleja, con espeluznante exactitud, el sentido de la realidad de un Gobierno incapaz de comprender, más allá de la escaramuza política, la gravedad de sus iniciativas. Sólo desde una increíble frivolidad puede recibirse una norma preñada de muerte con semejante profusión de besos y abrazos. Vacuidad, ligereza, fanatismo y también incoherencia. Si el hilo argumental de la reforma es -dicen- la búsqueda de un marco legislativo que reduzca los efectos perversos de un mal inevitable (pero un mal) y si de lo que se trata es de racionalizar un fenómeno cruel e insoslayable como pocos, difícilmente pueden entenderse la satisfacción, los parabienes y el contento.

Un pudor elemental debería haberles recordado que en España se practican más de cien mil abortos al año y que detrás de muchos de ellos -aunque no de todos- hay historias desgarradoras, dramas personales y familiares, que no van a solucionarse con su regocijante victoria. Era una tarde para reflexionar sobre la dureza del poder, sobre la apabullante carga de responsabilidad que soporta el legislador y la dificultad, a veces complejísima, de sus decisiones. Ellas, en cambio, encantadas de haberse conocido, orgullosas de su soberbio progresismo, la convirtieron en una fiesta banal, macabra y absurda, en un monumento grotesco a la inconsciencia y a la memez.

Doy por admisible que para la sección femenina zapateril el aborto no sea un crimen, que, en pirueta brutal, considere lógico, incluso, consagrar un dudosísimo derecho, tan atroz como infundado, a disponer libérrimamente de la vida de otro y hasta que todo eso -que ya es dar- se haga con impoluta buena fe. Aun así, señorías, ¿de que se reían?, ¿qué desbordó su euforia? ¿El futuro cercenado de millones de críos? ¿El fracaso de una sociedad que tritura a capricho a sus hijos indefensos? ¿El nacimiento de una nueva mujer desembarazada al fin de sus instintos y olvidada de aquello que constituye el núcleo mismo de su naturaleza y de su ser?

Tengo suficientes motivos para sentirme triste. No comparto ni la filosofía ni la oportunidad del proyecto, ni puedo allanarme, tampoco, ante la equivocación que supone imponerlo como un trágala, sin el consenso mayoritario indispensable en los asuntos verdaderamente cruciales. Pero, con todo, lo que hoy más me desanima es la miseria moral retratada en seis sonrisas necias: las de aquéllas que por no saber lo que hacen -o, a lo peor, por saberlo- no quisieron respetar el silencio, obligado, negro y espeso, de tan comprometedor y trágico momento.

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