LA propuesta de reforma de la Constitución de cuya aprobación se cumplen hoy treinta y seis años, presentada el jueves por el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, fue rechazada por el presidente del Gobierno y del PP, Mariano Rajoy, incluso antes de su formalización. Cuando el líder socialista registró en el Congreso de los Diputados su petición de que se creara en la Comisión Constitucional una subcomisión de estudio sobre el texto constitucional vigente y sus posibilidades de cambio, Rajoy ya le había anunciado que el Grupo Popular, con mayoría absoluta en la Cámara, impediría su formación. Ello quiere decir que en lo que queda de esta legislatura la pretendida reforma constitucional no dará un solo paso adelante, quedando postergada hasta que la celebración de las próximas elecciones generales la hiciera eventualmente posible si la correlación de fuerzas políticas que salga de los comicios lo permite. Ciertamente, existen razones para reformar la Constitución sin abrir un proceso de ruptura de la misma. No es un texto sagrado y, de hecho, prevé en su articulado los procedimientos legales que hay que seguir para revisar su contenido. La sociedad española es distinta en muchos aspectos a la de 1978 y conviene que el marco constitucional se adapte a las nuevas realidades y corrija las disfunciones que el paso del tiempo ha revelado o agudizado. No obstante, en sus aspectos fundamentales sigue siendo válida como suprema norma de convivencia que ha hecho posible la etapa más próspera y democrática de la historia de España. Ni es franquista, ni es el origen de la corrupción ni resulta inservible para afrontar los problemas más graves que atraviesa España (la crisis, el desempleo, el deterioro de las instituciones, la desigualdad y la corrupción). Por el contrario, garantiza las libertades de los ciudadanos y fue fruto de un consenso nacional superador de las secuelas de la Guerra Civil y del sectarismo que caracterizó a las constituciones anteriores y que explica en buena medida su corta vigencia. Creemos que la Constitución de 1978 puede y debe ser reformada siguiendo los cauces establecidos por ella misma, que suponen procedimientos complejos y largos y respaldos políticos y populares muy amplios. Así debe ser. El PP, que dispone de mayoría absoluta en el Congreso y en el Senado, ha decidido que éste no es el momento para abrir ese debate y cerrarlo adecuadamente. De modo que la reforma, aunque sea deseable, no es posible. Quienes propugnan la reforma se encuentran, además, con el problema añadido de mantener su postura sin aliarse ni dar alas a los que, desde posiciones minoritarias, defienden la liquidación de la Constitución de 1978.

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