En quince minutos

Sus vidas se han quedado despojadas de esas pequeñas cosas que equilibran y dan seguridad

No nos olvidéis", le suplica una señora que, por su cabello blanco y las profundas arrugas en su cara rondará los ochenta, mientras se aferra a la mano del Rey como si, en ese mismo momento, él pudiera recuperar su vida sepultada por la lava. Ella, como miles de palmeros, han perdido el sentimiento que aportan nuestras cosas personales que conforman nuestro hogar, nuestro refugio. Hubo que asimilar la devastación del apocalíptico vómito de un volcán para huir a toda prisa de su casa con tal de salvar la vida. De manera precipitada toda la familia se subió al coche donde, unos sentados encima de otros, obedecieron al desalojo. Acababa de tender las sábanas que habían sacado de la lavadora y la ropa del gimnasio de los niños. El puchero calentaba los garbanzos que iban a comer a medio día. En el fondo, todos creyeron que podrían regresar a su casa, cuando el volcán se calmara. Pero no, ni lo hará según calculan los expertos, ni una semana ni en un mes. Y ahora piensan si toda esa lava no les obligará a abandonar la isla entera. Quién sabe, la historia está llena de leyendas que hemos leído de eras pasadas, pero, quizá estemos redactando una nueva para los hombres del futuro. Ha pasado una semana y el volcán sin nombre sigue rabioso, y a algunas familias se les ha permitido poder recoger lo imprescindible en sólo quince minutos. ¿Qué me llevo de casa? ¿La ropa que se puede volver a comprar? ¿Qué dejo de lo que pueda vivir sin añorarlo por el arrepentimiento? La ropa de invierno se quedó en los altillos y sobre la mesa de estudio, el ordenador con la memoria llena. Los apuntes del colegio y la muñeca que ríe de la nena. Los trofeos de los campeonatos de fútbol y las mallas de ballet de la niña con sus zapatillas de punta. Una manta de croché que le regaló su íntima amiga, hacía 23 años, y con la que desde que ella falleció le abrigaba en la butaca cada tarde de lectura. ¡Ay, los libros! … todos se han quedado en la estantería del salón. Y el costurero de madera de la bisabuela. En la mesa, que ya estaba puesta para comer en cuanto Miguel regresara de la plantación, se quedaron los platos de flores que, aunque los compró de oferta en el Supersol, le gustaban porque tenían mariposas turquesas en el filo. El dibujo del cole que lucía, cual Picasso, pegado con celo en la pared. Esas pequeñas cosas que dan sentido y calma a nuestras vidas. Sus vidas se han quedado despojadas de esas pequeñas cosas que equilibran y dan seguridad a nuestra red emocional.

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