Las páginas del libro de nuestra vida se tiñen de un color conocido. Parecen que han perdido su tono habitual que quieren decirnos algo. Aquella flor que un día guardamos con ilusión entre sus hojas está planchada por el tiempo y tristemente ya no deja escapar su perfume y color de antaño. En el almanaque de su nuestro diario pasar una fecha ya nos ha dicho que comienza el penúltimo acto de eterno morir del año: ha llegado el otoño.

Pienso en aquella casa grande entre los valles serranos. Veo como ya el verdor de los arboles que la rodean ha comenzado a bajar en su bella intensidad. Muy cerca una pequeña lieva deja pasar el agua en su discurrir junto al río. Los montes que abrazan el paisaje se muestran con majestuosidad en un claro oscuro que anuncia la noche. Silencio. El estío se escapa como el vuelo de una golondrina que sueña con el amanecer de una nueva primavera. Pero esta como el verano, se fueron para siempre. Toda la serranía comienza a mostrar un nuevo desnudo en los árboles, donde el viento les despoja de sus verdes hojas. Vuelve el silencio: ha comenzado el otoño. Una estampa de hace muchas décadas vuelve a mis retinas. El balcón está cerrado y por los cristales de sus puertas el paisaje de la plaza es otro. Las largas rama de las palmeras comienza a bailar en la brisa un dulce y lento movimiento de un vals. Los bancos de hierro en los que tanto jugué de niño siguen, formando fila, alineados en los cuatro puntos cardinales de la amplia plaza, donde un viejo quiosco, con barandas de azulejos y macetones, siempre sin flores, presidían en la parte superior de sus cuatro escalinatas. Ya no escuchan los armoniosos compases de la Banda Municipal en las noches de calor de cada jueves veraniego. Se ha terminado la partitura donde las notas musicales se han escondido en las laderas de los cabezos cercanos. El ruido de las gentes se apaga. Solo queda un susurro de brindis y apuestas en las tabernas que abrazan el barrio. La campana sonora con corazón de hierro de la iglesia avisa: viene el otoño.

El sol se esconde en el horizonte del mar. Cada que vez que el otoño me anuncia un nuevo cumpleaños, me acerco a la playa. Es por la tarde. Mis pies vuelven a sentir el frescor del agua y las caricias de las olas que aguardaban mi presencia. No puedo evitarlo, me encanta la mar, así en femenino, sueño con ella como si su manto verde, azul, manso, inquieto, me arropara en un insomnio febril y caluroso. Ahora el sol en su camino apagará su fuego sobre nosotros.

En la orilla, donde la risa blanca del oleaje muere, como cualquier ser de fantasía, pienso en aquella cocha brillante, arrugada, que hace un año aparecía en la arena para darme su mensaje de profundidades y misterios. ¿Dónde estará? ¿Volverá de nuevo para contarme su vida de arcanos legendarios entre algas y corales? No lo sé. El misterio de una nueva estación se traduce en las palabras con ruido de mareas que las caracolas abandonadas en la playa claman cada noche. Hoy me dicen que ya estamos en el otoño.

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