En estos momentos en los que se está constituyendo el Parlamento Europeo y andan negociando nuestros representantes la presidencia del mismo, conviene retomar las palabras del filósofo Margalit: "Una sociedad decente es aquella cuyas instituciones no humillan a las personas". Es necesario construir un proyecto europeo que ponga a la persona en el centro del mismo, que configure una sociedad decente, en la que se incluya a los empobrecidos. Ciento trece millones de personas están en riesgo de pobreza en la Unión Europea. Es el 22,5 % de la población comunitaria. Por eso, hay que demandar a nuestros representantes que se pongan manos a la obra y que empiecen a desarrollar políticas de empleo que favorezcan un trabajo digno y desarrollen una Carta Social Europea que avance en el reconocimiento efectivo de los derechos sociales.

Una sociedad decente debe también tener una política fiscal progresiva y común, que profundice en la solidaridad, que redistribuya la riqueza y que impida la evasión de capitales, al mismo tiempo que pone medios para generar una nueva economía, que no mate, que no descarte personas. Hay que controlar democráticamente el capital financiero y poner el Banco Central Europeo al servicio de la ciudadanía y de una economía más social.

Esta sociedad decente debe desarrollar unas políticas migratorias más humanas. A Europa no se le puede olvidar llorar. No es tiempo de muros ni de campos de refugiados. Europa debe liderar una política internacional que tenga como eje los objetivos de desarrollo sostenible aprobados por la ONU. Hemos de avanzar en decisiones y medidas políticas cimentadas en la defensa de los más empobrecidos porque así nos beneficiaremos todos.

Europa debe también frenar el cambio climático y cuidar la casa común que es el planeta. Es muy importante dar pasos en la autonomía energética de la Unión, y esto pasa por potenciar energías sostenibles y por controlar y reducir las emisiones y los desechos generados. Por último, Europa necesita democratizar sus instituciones. La ciudadanía tiene que experimentar la corresponsabilidad y la utilidad de la política. Todo esto necesita de realismo, un realismo no pragmático. Un realismo que nos sitúe la realidad más descarnada, aquella que malviven los desposeídos, los excluidos, los empobrecidos, aquella que hace sufrir y mata, aquella que impide llegar a fin de mes o conseguir un trabajo con derechos y digno.

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