La tribuna

Jose Manuel Aguilar Cuenca

El precio de matar

NO me cabe la menor duda de que la Administración de Justicia está llena de profesionales que hacen su trabajo mucho mejor de lo que lo que cabría esperar, a poco que contemplemos los medios con los que cuentan. Como las creencias son libres, del mismo modo soy consciente de que también habitan en ella ejemplares de la peor fauna y de que sus órganos superiores y de gobierno son vasallos de los intereses políticos, lo que me hace tener pocas esperanzas en que se discutan con un mínimo de profesionalidad los cientos de recursos planteados ante distintas leyes de reciente aprobación.

En sólo una semana hemos sido testigos de tres hechos que ponen el acento en las lagunas que existen en la aplicación de las leyes. En nuestro país es fácil denunciar; por término general, las instrucciones de los asuntos son medianamente ágiles y profesionales; sin lugar a dudas, la celebración de los juicios se demora demasiado, pero donde peor estamos es en la proporción y, especialmente, en la ejecución de las sentencias.

El jueves, el atropello de una persona por una conductora en Córdoba, que se encontraba bajo una fuerte intoxicación etílica, se ha saldado con una sanción económica de seiscientos euros. Para aquellos que duden de su agudeza visual, paso a recoger la sanción en números: 600 euros. No me puedo imaginar el rostro de los familiares de la víctima. Es interesante observar que un día antes, en un caso similar, en la misma ciudad y esta vez protagonizado por un joven, fue merecedor de una pena de dos años de cárcel por provocar, con su conducción temeraria, la muerte de su acompañante.

El presunto asesinato de la niña Mari Luz a manos de Santiago del Valle será la segunda parada de esta semana. El ciudadano queda perplejo ahora al conocer que este sujeto acumulaba ya dos condenas por abusar de menores, una orden de alejamiento de otra niña, que acusó falsamente de uno de los hechos al profesor de su hija y que había evitado la acción de la Justicia por el fantástico e ingenioso método de irse de su casa, con lo que eludió ir a prisión. Todo esto me ha hecho recordar aquel momento que viví personalmente cuando un paciente, tras conocer la ausencia de consecuencias legales que para la responsable de sus males iba a traer su sufrimiento, me hizo la cuenta de lo ventajoso que resultaba en comparación su asesinato, aun con la pena de prisión para él. He asistido a muchos enfados, arranques de furia y rabia, pero aquel sujeto, de cerca de dos metros, atleta profesional y universitario adelantado, meditaba pausadamente, calculando pros y contras. Por supuesto, le convencí de lo errado del camino, pero no siempre alguien sensato está presente cuando llega ese momento.

Matar no es sólo quitar la vida a un ser. Se pueden matar las esperanzas, el futuro de tus hijos, tus ganas de luchar o tu dignidad. Esa muerte en vida, que tanto conocieron nuestros exiliados, ha tenido su escenificación en el último hito judicial sobre el que quiero reflexionar al hilo de la ausencia de consecuencias. Gescartera, un escándalo de ingeniería financiera, con 4.000 afectados, 90 millones de euros desaparecidos y alguna ramificación política, se ha saldado con una pena a su máximo responsable de once años. Como ya ha cumplido parte de ese tiempo, en dos años comenzará a disfrutar de beneficios penitenciarios. Mientras tanto el dinero, verdadero quid de la cuestión, no aparece. Si hacen una pequeña división entre el dinero y el tiempo en prisión la conclusión es que muchos de nosotros somos unos idiotas por perder el tiempo trabajando.

Los enfermos mentales son responsables de un ínfimo número de actos violentos, pero la atención que se les presta cuando son protagonistas de uno de ellos es desproporcionada. En la salud mental pública de Andalucía contamos con menos de 500 profesionales, para atender a una población que está en torno a ocho millones de personas. Estos atienden más de medio millón de consultas al año. Pero todo esto no son más que cifras. En el último lustro la percepción de la ciudadanía es que sale muy barato abusar del otro. A mí me da lo mismo que sea con un coche, los puños, un robo, a un menor o a un adulto. La reflexión es que si un sistema no se ajusta a la necesidad que pretende cubrir, debe cambiar o desaparecer. Si fuera una empresa habría quebrado. Si fuera una familia, se habría roto. Las leyes que se hacen bajo la presión de los titulares o la rabia de un grupo siempre nacen torcidas. Es momento de recogernos, aprender de lo que ha pasado, abrir un debate y ponernos manos a la obra. Países de nuestro entorno que han sufrido ejemplos aún más sangrantes lo han hecho. Con serenidad pero desde la responsabilidad. Sin oportunismo y con el consejo de los técnicos.

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