NO era lo mejor lo que estaba por llegar en la economía española, sino lo peor. Andábamos votando, allá por marzo, y nos decían que el pleno empleo lo teníamos a la vuelta de la esquina y que en indicadores económicos nos codeábamos con los mejores y jugábamos en la Champions League. Seguramente por eso mismo, porque con las urnas abiertas querían evitarnos los disgustos. Mejor dicho, evitárselos ellos.

Ayer compareció Zapatero en el Congreso de los Diputados. A rastras y flanqueado por dos noticias que no son malas, sino pésimas, aunque no más que las que nos dan el día cada día desde hace meses: por vez primera desde la supercrisis de 1993 el paro aumentó en el mes de junio y España será el país de los treinta de la OCDE -mundo desarrollado- que sufra la mayor tasa de desempleo durante 2009. Horas antes Pedro Solbes, sincero, admitió que el crecimiento del segundo trimestre del año ha sido inferior al 0,3% y que todavía se reducirá a finales de este año. Lo dicho, que lo peor está por llegar. Un consuelo es que ha bajado el precio de las llamadas de móvil. Siempre podemos comentar la catástrofe con amigos y familiares, por lejos que se encuentren...

Zapatero no reculó. La crisis, ni mencionarla. Lo más que admitió fue que la situación es difícil y complicada y, por supuesto, producto de la coyuntura mundial financiera y energética, para cuya superación estamos, también por supuesto, muy bien preparados. Lo primero -la crisis nos viene de fuera- no es difícil compartirlo; lo segundo -estamos en condiciones de afrontarla mejor que nadie- pertenece al terreno del optimismo antropológico del presidente y de su triunfalismo político. A este hombre no hay nada que lo saque de su encantamiento. Encantado de haberse conocido y encantado por la anestesia de una burbuja en la que no cabe la pesadumbre.

Lo peor no es que carezca de recetas para la que tenemos en todo lo alto. Probablemente los que le criticaron ayer tarde en el Congreso tampoco tienen nada distinto que ofrecer (a alguno, que sí ofreció un discurso alternativo, mejor que no le den la oportunidad de aplicarlo). Lo peor es la actitud, el autismo deliberado, la simulación de que no pasa nada mediante el dominio del lenguaje. No digo yo que Zapatero, en plan Churchill, deba prometer al país sangre, sudor y lágrimas -bueno, sudor sí-, pero un estadista tiene que distinguirse por decir la verdad por amarga que sea, acostumbrarse a dar las malas noticias a los ciudadanos, hacerles a la idea de que van a ser más pobres a partir de ahora, ganarse antes el respeto que la simpatía, ejercer el liderazgo tanto en el tiempo de las sonrisas como en el tiempo de los dientes apretados. Eso es lo que se espera.

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