Cuando yo era pequeña, la puerta de mi casa era de madera y tenía un pequeño postigo que estaba siempre abierto. Solo con meter la mano por él y tirar del pestillo, cualquier vecino podía entrar. Desfilaban, así, por mi casa, a cualquier hora y sin previo aviso, Ani la de la esquina, Carmela la granaína, José, María la de Joaquín, Dionisio el policía, Nievitas, Isabel… Sentado en una silla junto a la mesa del comedor, cada vecino nos contaba su vida por fascículos: hoy voy a hacer papas guisadas, me han echado del trabajo, mira que bolso me he comprado, he discutido con mi hermana, vaya tiempo que está haciendo, el de la foto es mi nieto, tengo un dolor de cabeza que no lo puedo ni aguantar… Las vidas de los demás pasaban diariamente por delante de la nuestra y, junto a ellas, llegaban en tropel sus emociones, sus alegrías, sus deseos y sus frustraciones.

Ahora que nuestras puertas son bastiones inexpugnables frente al mundo y que las zonas comunes de los edificios son lugares de paso en los que, solo esporádicamente, uno se cruza con otro ser humano para intercambiar un huidizo saludo cortés, la tecnología nos ha bendecido. Del espacio cibernético nos ha llegado Facebook (o pongan ustedes mismos el nombre de cualquier otra red social), para poder meter la mano en el postigo y tirar del pestillo. No deja de ser curioso que, en la época de una rigurosa protección de datos, las redes sociales hayan venido para hacer posible que nada suceda en nuestra vida sin que los demás lo sepan y para que ninguna opinión se quede ni un minuto puesta a hervir en nuestro cerebro antes de que se vierta a borbotones.

Ya tenemos un nuevo patio de vecinos, una corrala, un brasil, una plaza pública en la que volver a contar nuestra vida (o la perfomance de nuestra vida), para que todos sepan que hemos viajado, cómo es la playa de nuestro pueblo, dónde, qué y con quién hemos comido, que fuimos a una boda vestidos de punta en blanco o que detestamos al gobierno. Damos like y lanzamos piropos a nuestros amigos y, acto seguido, esperamos que nos den like y nos envíen también un número equivalente de piropos. Sorprendente barómetro de nuestra autoestima hemos creado. Criticamos, amamos, engañamos, alabamos, enjuiciamos, presumimos, lamentamos, odiamos, ayudamos, mentimos… La nueva plaza pública lo aguanta todo y el postigo ya no se puede cerrar. Han cambiado las formas y los instrumentos, pero no ha cambiado nuestra necesidad de ser estimados y valorados, de que nuestra alegría, dolor o pensamiento sean entendidos y compartidos. Está nuestra vida -la de verdad- y después esa otra -la de las redes- en la que solo somos lo que querríamos siempre ser.

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