Los que pasan las tardes solos

"Se dejarán caer en el sillón, serios, embobados frente a la tele. En realidad la encienden para no sentirse tan solos"

Se mira al espejo del ascensor con una media sonrisa, impostada pero funcional, mientras se ajusta el sombrero tocando el ala con los dedos, en un giro minúsculo, milimétrico, casi imperceptible. El vértice del pañuelo, de un estampado imposible, sobresale del estrecho bolsillo que corona su pecho. Parece arrugado y trata de alisarlo dándole golpecitos, en repetidos gestos, con la mano derecha. Luego se ajusta el nudo de la corbata, de un celeste brillante roto por una oscura mancha de vermú, y se abrocha la chaqueta justo cuando se abre la puerta. Saluda a la guapa vecina del cuarto con un amable y sonoro buenos días. Se detiene a coger aire con un brevísimo suspiro y sale a la calle con su mejor pose. Luego, todo es como siempre. Algunas verduras en el mercado, la charla sobre el tiempo con quien le pidió la vez, el saludo callado a una cara conocida, un gesto cortés si se tercia ("No, por favor. Pase usted, faltaría más"), un ratito al sol junto al puesto de flores, unos chascarrillos malvados con el tipo de los piñones… Después, la parada obligada en la taberna. Vermú, aceitunas y el animado debate de mediodía. Hoy toca fútbol, pero allí cabe de todo. Ayer fueron los espías, anteayer la guerra (la de ahora y la de antes) y el lunes hubo política. Es curioso, piensa mientras apura el vaso y observa el mundo desde el grueso y caleidoscópico culo, que no sepa nada de la vida de ninguno de ellos. Aunque cree que puede imaginarlas. Casi los ve acicalándose en el ascensor, saludando, corteses, a vecinos y conocidos, comprando verduras y pescado y ofreciendo su sitio a alguna señora apresurada. Charlando en el bar, sonrientes, incluso rientes a pesar de que estén pensando en lo poco que les queda. En que en un rato volverán a casa, se quitarán la chaqueta, la corbata, el sombrero, el pañuelo y la pose y se dejarán caer en el sillón, serios, embobados frente a la tele, aunque en realidad no ven nada. La encienden para no sentirse tan solos, para llenar el salón de voces que no sean las suyas propias. Para no estar siempre tan tristes. En eso piensa antes de mirar hacia abajo y verse, como si fuera nueva, la vieja y oscura mancha de vermú de la corbata. Saca una libretita del bolsillo de la americana y anota despacio, a lápiz, un breve apunte para acordarse de que tiene que limpiarla esta tarde, aunque no sabe muy bien cómo porque ya no tiene lavadora. Al lado, casualidades de la vida, un número de teléfono escrito con boli rojo y un trazo inclinado, casi ilegible, le recuerda que aún hay esperanza. Lo apuntó su vecino, el ingeniero. "Lo que le haga falta", le decía mientras tanto, como si de verdad lo pensara.

Y entonces sonríe porque, a lo mejor, esta tarde no la termina pasando solo.

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