La paralización institucional del país suele explicarse a partir de la idea, hoy tan extendida, de que los nuevos políticos son bastante peores que aquellos otros que, durante la Transición, fueron capaces de cerrar pactos históricos y de transitar con razonable éxito de la dictadura a la democracia. Esa presunta diferencia de calidad no encuentra, sin embargo, razones evidentes. Si de formación hablamos, los políticos de ahora están teóricamente mejor preparados. Así lo atestigua, al menos, el número de universitarios con escaño en el Congreso. Y aunque nada garantice que un alto nivel educativo implique un mejor desempeño de los cargos públicos, desde luego ayuda mucho más que estorba. Tampoco en la edad encontramos alteraciones relevantes: los imbatidos 40 años con los que González alcanzó la presidencia del Gobierno desautorizan focalizar en este factor la causa del deterioro. Algo parecido ocurre con la experiencia: todos los protagonistas actuales acumulan años de acción pública, quizás muchos más de los que entonces pudieron acreditar la mayoría los líderes del cambio constitucional. Ni la formación, ni la edad, ni la experiencia suponen obstáculos que otorguen lógica a una comparación en la que salen claramente perdiendo.

Hay que buscar, pues, otros motivos y otras disfunciones. Ninguna me convence más que el triunfo de un sectarismo atroz. Imposibilita éste la porosidad entre bloques, inutiliza el debate y petrifica concepciones. La llamada "regeneración política" ha cristalizado en una descarnada lucha, en la que, como afirma el sociólogo Jorge Galindo, el objetivo no es ya mejorar la vida de los ciudadanos, sino acopiar argumentos para derrotar al contrario. La dialéctica ha cedido ante la batalla y esa nefasta deriva, que rechaza toda opinión ajena, empieza a impregnar la cultura completa de un pueblo dividido y cada vez más alejado de valores como el pragmatismo, la responsabilidad, el escepticismo, la concordia o la creatividad.

Es la autoafirmación narcisista y ciega de las propias posiciones la que les convierte en malos políticos, incapaces de hallar soluciones válidas en una coyuntura tan compleja. Acompañados por una legión de fanáticos que neciamente jalean su cerrazón, estos próceres rígidos, de mente hermética y ambición desmedida, acabarán reventando los delicados equilibrios de una democracia de la que, por sus hechos, intransigencias y niñerías, obviamente abjuran.

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