De los muchos fenómenos actuales, el que peor llevo es el del avance de un neopuritanismo radical, dispuesto a imponer sus dogmas a la sociedad toda. Lo políticamente correcto ha ido tensando sus cadenas, intensificando su capacidad de reprimir y ahogando poco a poco cualquier atisbo de libertad. Con la ayuda de sicarios instalados en las redes, los neopuritanos extremistas, en teoría de izquierdas, no cejan en el empeño de normativizar sus postulados y de guillotinar de inmediato a quien ose desafiar el igualitarismo artificial de su mundo monocolor.

Es en este contexto, empobrecedor y oscurantista, en el que han de situarse las alucinantes propuestas de criminalizar la biografía de determinados personajes históricos, el intento de aplicar un férreo adoctrinamiento en las escuelas o la insistencia con la que se empeñan en pautar, con tanta estupidez como mojigatería, lo que podemos o no podemos hacer.

Lo asombroso es que el invento funciona. Tanto, que empieza a no hacer falta el concurso de censores externos. Cada cual, sea por prudencia o cobardía, procura no contradecir los dictados de la recién estrenada ortodoxia, asumiendo disciplinada y paradójicamente la doble condición de recluso y carcelero. Hemos interiorizado como verdad una gigantesca mentira: más allá de la ley, nadie, ni aun en nombre de presuntas sensibilidades o hipertrofiados respetos, puede arrogarse el derecho de corregir por la fuerza a los demás. Nadie, tampoco, ni tan siquiera con el puritano pretexto de mejorar el engranaje de la convivencia cívica, goza legítimamente del poder de acallar las opiniones ajenas.

En el trasfondo de esta furia, tan idealista como alienante, late la absoluta ausencia de todo sentido democrático. Como afirmara no hace mucho Javier Junceda, estos chamanes de la ingeniería social son incapaces de comprender que en un pueblo cohabitan ciudadanos de muy diversos pareceres, literalmente irreductibles a una uniformidad antinatural. Es justamente la pluralidad el mayor tesoro de un país, aquello que en realidad le hace progresar, un logro excelso que costó siglos de sangre. Si no reaccionamos pronto, si con nuestro silencio seguimos dándole alas al totalitarismo que se expande bajo el disfraz buenista, no sólo habremos dilapidado la costosísima herencia de nuestros padres, sino que, para nuestra vergüenza, terminaremos entregando mansamente el aire, la independencia y el futuro de nuestros hijos.

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