Como un cortejo procesional la Semana Santa nos llega precedida por los ecos sonoros de la campana del muñidor en las cofradías de silencio. Todo nos predispone a la celebración de un acontecimiento grandioso y llamativo, bullicioso y multitudinario por su masiva participación y su extraordinario poder de convocatoria, que entorna sin embargo una ceremonia genuinamente religiosa, solemne y penitencial. Toda esa tumultuosa envoltura colorista, refulgente, con toda su entidad plástica y cultural con sus poderosos reclamos turísticos, no puede solapar la raíz de su esencia. Por encima de cualquier percepción resplandece la evidencia de una manifestación profundamente religiosa y cristiana, la fuerza incontrovertible de una persona bajo el anonimato del antifaz o el capirote, con un cirio en la mano, caminando silencioso y humilde, despacioso y orante, o el costalero anónimo en el esfuerzo sublime de la trabajadera, haciendo suyo cuanto representa una procesión, es la más vertebral, concisa, rotunda y auténtica realidad de lo que significa la celebración pasionista y el espíritu penitencial.

En una de esas entrevistas que publica nuestro periódico en su contraportada Silvia María Pérez González, historiadora, profesora titular de Historia Medieval de la Universidad Pablo de Olavide, experta entre otras materias en el mundo cofrade medieval, afirmaba que cierto talante de la Semana Santa actual "me da miedo, las cofradías ahora se dedican demasiado a lo externo". En otras declaraciones el obispo auxiliar de Sevilla, Santiago Gómez, afirmaba que no se puede confundir "la fe cristiana con la afición al mundo cofrade", aunque admitía que este mundo "permite que muchas personas se conviertan" a la vez que agradecía la labor asistencial de las hermandades. Es algo que muchas veces se olvida a la hora de juzgar la función cofrade. Lejos de los creyentes la pretensión de profesar una religión que se flagele a sí misma en la conmemoración pasionista más allá del propio sentimiento doloroso que la evocación nos inspira, pero tampoco podemos traicionar la humildad que proclamamos.

Creo haberlo escrito en alguna ocasión pero cabe recordarlo porque es muy loable: celebrar el tenue vaivén de bambalinas y caireles al son de marchas procesionales, la belleza de los bordados, los dorados artísticos, los exornos barrocos o manuelinos, el brillo del repujado de la plata de los palios y su candelería, las impresionantes levantás, las escalofriantes chicotás, los suaves mecíos y las estremecedoras revirás, el temblor que suscita la interpretación de una saeta en el silencio de la noche, el sobrecogedor rachear de los costaleros, el rastrear de las cadenas que anillan a sus tobillos algunos penitentes, la fuerza incontrovertible de un cortejo procesional, expresión pública de un sentimiento cristiano. Todo es vano y superficial si en el ánimo de los protagonistas de esa manifestación religiosa y todo lo que supone su espíritu cofrade, no hay humildad, bondad, entrega, caridad, auténtico sentido de hermandad y penitencia.

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