El mundo cuando no teníamos Internet

Así viven miles de personas mayores, arrojadas sin paracaídas a una realidad que les era totalmente ajena

Aunque no se lo crean, hubo un tiempo en que no existía Internet. Para leer este artículo, por ejemplo, tenías que ir al kiosko y comprar el periódico. Vamos, que para leerme, a mí o a cualquiera, había que gastarse los veinte duros que costaba el Huelva. Una costumbre, la de comprar el periódico, que sigue siendo tan buena, sana y educativa como lo era entonces. Cuando no había Internet, si querías escuchar una canción tenías que ponerte el disco, liarte a rebobinar la cinta de cassette buscando atento el espacio en blanco entre una canción y otra o, aún peor, esperar a que hubiera suerte y te la pusieran en la radio. La podías dedicar, como ahora haces en el Facebook, solo que entonces era el locutor quien lo hacía en tu nombre y, a veces, sacaban tu propia voz. Aquello le daba un toque mucho más trascedente, la verdad. Más guay. Lo malo es que tenías que tirarte llamando el día entero a la emisora para que te hicieran caso. Sin Internet, si te dolía un brazo te jodías. No había manera de buscar en Google cuál de las más graves enfermedades del mundo traen dolor de brazo ni qué tomarte para remediarlo, así que o te esperabas a que se pasara o ibas una mañanita, temprano, a coger número al centro de salud. Como no había Internet te quedabas con las ganas de saber de quién era la canción que estaba sonando, y la peli que te gustaba o la veías en el cine o te esperabas unos meses a que saliera en el videoclub, y eso si tenías suerte y no te tirabas otros tantos meses esperando a que alguien la soltara para poder pillarla. Y las series… o grababas el capítulo o te la perdías. Grabar era tan importante que no había mejor regalo que una cinta de 240 minutos. Resulta extraño pensar hoy en un mundo sin Internet. Sin comprar en Amazon, sin cotillear el Facebook, sin saber qué ha pasado en el mundo en los últimos cinco minutos, sin ver la última serie de Netflix, sin escuchar el último podcast. Sin poder coger una cita con el médico en Clicsalud (suerte, si lo intentas ahora), sin pagar por bizum a un colega o sin saber cómo de cerca está tu cuenta corriente de los números rojos. Sería un mundo inhóspito, ¿verdad? Y, sin embargo, así viven miles de personas aquí mismo. A la vuelta de la esquina. En el barrio. En la casa de enfrente. Miles de personas mayores que han sido arrojadas sin paracaídas a una realidad que les era completamente ajena. Y ahí siguen, muchos de ellos, cayendo en medio de la que está cayendo. Abandonados a su suerte, no por el banco ni la compañía telefónica o la oficina de correos o el tipo del mostrador al que antes iban a resolver sus problemas, no. Los hemos abandonado nosotros, los demás. Los mismos que los dejamos hace dos años encerrados en residencias de desamparo y muerte o esperando un turno en las UCI que nunca se les dio. Los abandona una sociedad egoísta y desagradecida que ni siquiera ahora es capaz de hacer nada por ayudarles. Bueno, sí: echarle la culpa a los demás. En eso sí que somos expertos. Expertos digitales, sí. De los de señalar con el dedo.

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