Mi feminismo es como una torre sólida y enhiesta. Sus cimientos son la defensa de la libertad, la igualdad y la justicia y ese otro pequeño detalle que atraviesa mi vida y que consiste en estar siempre de parte de los más vulnerables. Los ladrillos que construyen esa torre son las vidas de aquellas mujeres que se han ido cruzando en mi propia vida, impregnándola con su ejemplo, su experiencia y su legado. A algunas me las encontré en los libros de Historia, aunque -todo sea dicho- muchas veces la Historia ha escondido a las mujeres debajo de la alfombra. A otras las conocí a través de la Literatura y me ayudaron a comprender los problemas y las emociones que representaban, extraídos, como con un fino bisturí, de las mujeres de carne y hueso. Otras tantas llegaron de improviso, emergiendo como la lava emerge de un volcán, a la vez natural y bravía, a través del Arte, la Ciencia, la Filosofía y otras mil cosas sobre las que una reflexiona. Eran mujeres bien situadas, que luchaban por poder leer, estudiar, escribir o votar, por investigar y viajar, o mujeres analfabetas que bajaban a la mina, limpiaban casas, parían familias numerosas y recogían aceitunas. Unas veces, eran burguesas a las que ser madre de familia y controlar la esfera privada no les bastaba; otras, trabajadoras que sufrían la doble esclavitud de la pobreza y el machismo. Eran mujeres, en fin, que, por no conformarse con un destino impuesto y estereotipado, eran calificadas por sus vecinos como hurañas, brujas, marisabidillas o machopingos.

Esas mujeres son un buen lienzo para dibujar el boceto de lo que una quiere que sean las cosas. Junto a ellas, rotundas e implacables, están las otras, las vecinas, las amigas, las compañeras y, por encima de ellas, las mujeres de mi familia: esa cuadrilla de luchadoras raciales contra la soledad, la injusticia y la enfermedad que me rondan día y noche como un rompimiento de gloria. No tengo más remedio que ser feminista, porque se lo debo a la abuela Paca y a la abuela Emilia, a mi tía Francisca, a mi madre, a mis hermanas, a mis sobrinas y a mis hijas. Es enorme, descomunal, esta deuda contraída con aquellas mujeres de mi sangre que defendieron su independencia y su dignidad en momentos de escasez, de guerra y de posguerra -sin ni siquiera saber leer y escribir- y que trabajaron, ahorraron y administraron cada peseta para que mi generación pudiera estudiar y no depender de ningún hombre. Es gigantesca la deuda con mis sobrinas y mis hijas, porque en ellas está ya sembrada la semilla de esta lucha que debe hacerlas, pronto, absolutamente libres e iguales, en un mundo que las respete por lo que son y lo que valen, dejándoles abiertas, de par en par, todas las puertas.

Por las mujeres del pasado, las del presente y las del futuro, tengo que ser feminista.

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