Juanma G. Anes
Tú, yo, Caín y Abel
Querido ministro: No soy una persona de grandes convicciones. Quitando lo de hacer el bien, cuando pueda, el tiempo que me quede por aquí, no poseo creencias inquebrantables ni magnos ideales, así que entienda usted que lo mío con respecto a lo suyo no tiene nada que ver con la política. Hace ya mucho que dejé de atar mis opiniones a ninguna ideología. No soy fan de nadie ni de ninguno, y fíjese si es así que en las últimas cinco o seis elecciones la única motivación para dar o no mi voto ha sido la belleza. Votar al más guapo (o guapa), sea del partido que sea, me ha ahorrado muchos quebraderos de cabeza y, a excepción de los años de Casado y Rivera, que pusieron la cosa complicada, lo de votar, qué quiere que le diga, ha sido asunto fácil tanto para usted como para mí, que en guapura a su jefe no hay quien le gane, y ya me dirá usted aquí, entre Moreno y Espadas.
Le decía, que ya me iba por los cerros de Úbeda, que a estas alturas creo en muy pocas cosas, pero hay dos en las que siempre confío: mi intuición y las serendipias. Llámeme ingenuo si quiere, ministro, pero siempre he tenido una debilidad especial por las casualidades, ¿sabe? Tengo la extraña idea de que el destino escribe su guion con renglones entrelazados con los que nos manda señales. Nos advierte de cosas. Le voy a contar, ahora que estamos intimando, una pequeña historia familiar. Mi padre hizo la mili lejos de Huelva. Dejó aquí trabajo y novia y se marchó, fíjese qué casualidad, a Valladolid. No se crea que fue corta la estancia, no. Dos años anduvo por su tierra, y como entonces no era tan fácil eso de coger carretera y manta para volver a casa los fines de semana, se pasó allí la mayor parte del tiempo. El hombre, futbolero como era, las pasaba tan canutas sin poder ver a su Recre los domingos que, para afrontar la morriña, empezó a ir al viejo Zorrilla, y fue tantas veces que terminó haciéndose del Pucela.
Una vez de vuelta, ya sabe: que si la boda que si los hijos que si el trabajo que si la vida, mi padre no volvió a Zorrilla (al nuevo) hasta unas cuantas décadas después, aunque siempre lo tuvo en el corazón. Fue una especie de segundo equipo para la familia, y de hecho su escudo cuelga, todavía hoy, dando la hora en la pared de nuestra cocina de El Rompido. Quiso el destino (atento, que viene otra serendipia) que de Valladolid fueran nuestros vecinos de al lado, Jacobo y Dorita. Gracias a ellos sé, por ejemplo, lo adictivos que pueden llegar a ser los mantecados de Portillo, que esperaba con ansia cada verano hasta que me hice demasiado mayor y el gusto empezaron a llevárselo los pequeños de la casa. Puestos a rizar el rizo, sepa que su hijo, mi amigo el de Valladolid, tiene el honor de llamarse Sebastián, como nuestro patrón, así que dígame usted, ministro, si no le parecen estas suficientes señales para que coja ahora mismo un tren y se venga a Huelva a conocernos un poco. A saber de primera mano cómo sufrimos y qué poco nos merecemos el abandono del que ahora es su Ministerio. De paso, ya que viene, si me trae una caja de portillanos se lo agradeceré de corazón.
También te puede interesar
Juanma G. Anes
Tú, yo, Caín y Abel
Cambio de sentido
Carmen Camacho
Se buscan vencedores
El pinsapar
Enrique Montiel
Puntos luminosos
Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Náufragos
Lo último