Sumergida en la lobreguez de la noche, recuerdo cuando alguna punzada de dolor venía a visitarme. Tímidamente caminaba de puntillas hacia la habitación de mis padres, me ponía al lado de mi madre y le susurraba que había algo que hacía daño. Ella, desposeída de la pesadez de quien duerme profundo, se levantaba como una felina sigilosa, me preparaba un vaso de leche caliente y después se sumergía en la bóveda de mis sábanas. Mientras yo me convertía en ovillo, ella me abrazaba y era así como calmaba cada una de mis estocadas. Tuve una niñez sana y atlética, aunque atravesé episodios asmáticos que acabaron con la visita impostergable a la sala de urgencias. Allí recuerdo el cariño de tantas y tantos profesionales que velaron por mi cuidado. Ya en casa, sentía el cálido abrazo de mi padre, la sempiterna ternura de mi madre, el aliento pueril de mis hermanos y las llamadas alentadoras de mis compañeras de pupitre.

Cuando nos sentimos débiles necesitamos una mano cálida que apriete y acompañe. Un aliento que nos proporcione el coraje necesario para ahuyentar la incertidumbre. Necesitamos palabras valientes que sirvan como antídoto de desvelos y fatigas. En Ciencia y Caridad de Picasso, el autor retrata a un enfermo terminal sostenido por ambas manos. A un lado le acompaña el darwinismo, a quien le debemos una imagen rival de la vida. En el otro se encuentra nuestra primitiva ingenuidad que abraza las teorías prometedoras de cielos supremos. Dejando de lado la balanza humana cuerpo y alma, esta obra refleja la heroicidad del cuidado, el consuelo de la compañía en el último periplo y la necesidad imperiosa de entrelazarnos como hilos de una misma telaraña.

Ahora, esa mano curandera está amenazada por el virus que intoxica nuestras vidas. La situación actual te deja aislada, rodeada de profesionales que te protegen y que a la vez cumplen la función familiar que acompaña cuando la fruta es madura. Cada día resuenan las defunciones, el duelo de familiares, las despedidas por videollamada, las últimas palabras bajo un EPI, la desprotección de las que cuidan, su cansancio por turnos perpetuos, el aislamiento en habitaciones, residencias y cuevas, respirando la bombona sofocante de la soledad. Esto refleja nuestra fragilidad común: nuestra dependencia. Porque nacemos vulnerables, frágiles, dependientes, dispuestas a crecer y envejecer. Esta situación pone en valor la importancia de crear una red de cuidados que estén sostenidos desde lo común, ofreciendo todas las garantías para las que cuidan y las que son cuidadas. Como ya ocurrió en Reino Unido con la creación de la figura del Ministerio de la Soledad, resultaría heroico que invirtiéramos recursos en esas caricias que no solo aportan consuelo, sino que tienen la capacidad de transformarnos y enriquecernos. No olvides que la vida comienza con la tierna caricia que calma el llanto de aquella que nace sin saber que existe.

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