Un millón

España es una industria turística, no particularmente refinada, y necesita del veraneante foráneo

Hoy se publica, en este diario, la cifra de destrucción de empleos en los últimos tres meses: un millón de trabajos vaporizados por la pandemia. De ahí que no sea ni relevante ni acertado lo dicho por el señor Simón a cuenta de las restricciones británicas. Desde el punto de vista del contagio, puede que "nos favorezca" la menor afluencia de visitas. Pero este favorecimiento, junto con el de los belgas, debe ir acompañado de otras ventajas para que nos sea, realmente, ventajoso. Y lo cierto es justo lo contrario. España es una industria turística, no particularmente refinada, y necesita del veraneante foráneo como el veraneante añora sus días de bronceado, paella y gaseosa.

Ayer mismo, Carmen Camacho recordaba aquí el comportamiento, entre cauteloso e inconsecuente, con el que todos nos manejamos desde que la Nueva Normalidad ha caído sobre nosotros. Vivimos, no sin arrojo, esta doble vida del hacinamiento en bares y comercios, y la fatigosa coerción de las mascarillas, que nos lleva por las calles como a viejos boxeadores faltos de aire. Pero el asunto es que, o hacemos eso, o vamos a las tascas y a los mercados, a los restaurantes y los kioskos, o el millón del último trimestre acaso se multiplique vertiginosamente para septiembre. Esto significa que tomarse una cerveza se ha convertido, quién nos lo iba a decir, en una cuestión de Estado. O más sencillamente, en una pequeño ardid para mantener, con cierto decoro, esta maltrecha economía de guerra. De modo que, o nos aventuramos al bar de abajo, al comercio de enfrente, a la frutería de la esquina, o todos formaremos en ese ejército creciente, y en absoluto venturoso, que ya desfila por las calles de España. Obviamente, esto debe hacerse con todas las cautelas posibles. Pero también con la certeza de que las cosas pueden arbitrarse bien (las playas de Chipiona son un estupendo ejemplo), y que no es necesario llegar al heroísmo numantino para ayudarnos todos.

Probablemente, la actitud mezquina y circunfleja del señor Torra haya complicado mucho esta campaña veraniega, añadiendo a los imponderables víricos una catástrofe política de agotadora idiocia. A nosotros nos cumple, en cualquier caso, tomarnos la cerveza, después de comprar un bañador en las rebajas. Un bañador que quizá no utilicemos este año y que tal vez se quede, esperando su turno, en el armario. También el mar se quedará sin vernos. Sea. Los hijos de la Merry England, ¡ay, cuitados!, este invierno no tendrán verano con que abrigarse el alma.

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