Suele decirse que para apreciar algo verdaderamente debe sentirse su falta. Es cierto: sucede con las personas, que solemos valorar más cuando se ausentan, y con tantas cosas que anhelamos, tal vez porque nos han hecho creer que nos van a hacer más felices y, cuando las tenemos, la ilusión que nos producen decrece irremisiblemente. Me viene al recuerdo el actor israelí Chaim Topol en el papel del lechero Tevye de El violinista en el tejado, en cuya oscarizada banda musical destacaba la canción Si yo fuera rico, en la que desplegaba un catálogo de las maravillas que la riqueza podría proporcionarle, tanto en bienes materiales como en su consideración social, desvanecido todo con la diáspora de los judíos en la Rusia de los zares.

La mayoría de nosotros consideramos natural la posesión y disfrute de algunos bienes básicos, como la casa que habitamos con sus correspondientes comodidades, la ropa que elegimos, el coche, la tecnología móvil de que disponemos, el tiempo de ocio, la compañía de los viejos amigos o un tranquilo paseo por nuestra ciudad. Tan natural que normalmente orientamos nuestros deseos hacia otras cosas que no tenemos para, en el caso de conseguirlas, enfocar nuestras aspiraciones hacia nuevas metas. Y así sucesivamente con el riesgo de entrar en un bucle generador de frustración permanente.

Una posible solución sería realizar un ejercicio de empatía, o sea una aproximación afectiva a los sentimientos de otras personas, que podríamos referir, por ejemplo, a los que son migrantes por necesidad. Así, de alguna manera, sentiríamos como propio el impulso de los que, con riesgo grave de su vida, se lanzan a los mares buscando una tierra de acogida que proporcione a su familia lo estrictamente imprescindible para el cuerpo y el espíritu. Nos solidarizaríamos con los 250.000 salvadoreños residentes en Estados Unidos que pueden ser expulsados tras décadas de estancia allí, por la ocurrencia de un dirigente nefasto. Repasando la historia reciente, nos encontraremos con los "transterrados" de nuestra Guerra Civil. Y si nos remontamos veinte siglos atrás y somos cristianos, viviremos la angustia de un padre que no encuentra cobijo para su esposa a punto de dar a luz. Con este ejercicio dicen algunos que nuestras preocupaciones de habitantes de un mundo cómodo pasarán a segundo término y, lo que es mejor, podremos convertirnos en mejores personas.

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