Mañana, 8 de marzo, se celebra a nivel internacional el Día de la Mujer que, por cierto, este año trae aparejada una absurda disputa, a modo de duelo entre dos, acerca de si manifestación sí o manifestación no. Por una parte, los que demandan la calle para demandar la consecución de esa igualdad que no llega a ser total del todo y, por la otra, los que se niegan a hacerlo como medida de prevención ante el Covid. En este sentido, no tengo ningún conflicto: en las actuales circunstancias y por convicción, me sumo a los que nos quedamos en casa. El empeñarse en que se celebre la manifestación tiene un cierto tufillo a esos Bosés y esas Víctoria Abril que, por más que lo intento, no soy capaz de entender. Y dado que este año es tan especial que no tendremos una exposición pública que ensalce las conquistas sociales sin olvidar las que queden, este año por mi cuenta, volveré a celebrar la última de ellas.

Resulta inevitable rememorar el 8 de marzo del 2020, cuando todavía no llevábamos mascarillas, cuando solo conocíamos (o eso queríamos que fuese) que había un virus procedente de China que podía ser mortal; cuando nos hacía tanta ilusión el programar y decidir qué hacer los fines de semana y cuando ni siquiera se especulaba que sólo unos días después estaríamos tan encerrados en casa, y agotando los rollos de papel higiénico en los supermercados. Aquel 8 de marzo apenas conocíamos el significado de "normalidad" o "confinamiento" (mucho menos de vacuna), e ignorábamos que los bares fuesen un establecimiento esencial de primerísima necesidad.

Ese pasado Día de la Mujer cambié la algarabía de la Plaza de las Monjas por el multicolor patio de butacas del Cartuja Center en Sevilla. Por un día, preferí la barra del bar de ese auditorio que la de cualquiera de nuestra Gran Vía: se homenajeaba a Dolores Montoya, la Lole, sin flores, ni discursos… Se cambió la placa conmemorativa por unos cantes por soleá, bulerías o alegrías que le dedicaron mujeres flamencas de la talla de Estrella Morente, Niña Pastori o Rocío Márquez. Cuando le llegó el turno a la Lole, se constató cómo ha sabido ensalzar, desde hace casi cincuenta años, un flamenco fusionado con otros estilos que ella utiliza como herramienta para dar a conocer aspectos nuevos de una mujer que no abandona sus viejas raíces.

Hoy, un año después, echaremos mano del pasado para olvidar el presente, pero esperando un futuro más igualitario para hombres y mujeres.

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