La aldaba

Carlos Navarro Antolín

cnavarro@diariodesevilla.es

La marea roja en los veladores

El Aperol Spritz se cuela en los aperitivos con la misma facilidad que un día lo hizo la horrible fiesta de Halloween

El picudo rojo amenaza de muerte nuestros árboles. Se come las palmeras, que deja peladas, enfermas, para el arrastre. O para el apeo, que dicen los técnicos. Los árboles no se talan, se apean, según los expedientes administrativos. Los alcaldes amantes de la tala se refugian en el verbo apear para no llamar a las cosas por su nombre. En la hostelería tenemos también picudos rojos, pese a la riqueza de nuestra cocina y no digamos de nuestras bodegas. En la feliz recuperación del sector vuelven también esas modas que demuestran que el turismo de hoy es desubicador. Las ciudades se parecen cada vez más unas a otras en ciertos hábitos y costumbres. Nos adaptamos en exceso al visitante renunciando a algunas de nuestras señas de identidad, desde los horarios de las cocinas a las vestimentas. El cóctel Aperol Spritz invade con sus colores, también rojos como el picudo, los veladores de nuestras ciudades, que desde hace poco tiempo parecen establecimientos de Austria o Italia. Nuestras tabernas ya sacan las mesitas expositoras a las calles y plazas para que la clientela pida el cóctel de moda ahora en España. Está muy bien tomarse un Aperol Spritz en el Trastevere, con su cañita y su plato de patatas fritas mientras se contempla la espléndida basílica de Santa María. En Roma te acostumbras a tomar el café como los italianos, fundamentalmente servido en pequeñas cantidades que te permiten tomar dos o tres durante la mañana. Allí donde fueres, no pidas tostada con aceite de oliva extra ni exijas cenar a las once de la noche. Te adaptas, te dejas llevar, aprendes, conoces cada lugar según sus formas y usos cotidianos. El Aperol Spritz aquí es sustituido por la cerveza, la manzanilla, el amontillado, el oloroso, el fino... Si será por variedades de aperitivos que tenemos en España, particularmente en Andalucía... Sorprende la facilidad con la que nos dejamos colar de todo, propia quizás de un pueblo indolente y débil. Todo sea por vender, dirán muchos. Desde que asumimos la estupidez y el horror de Halloween como fiesta propia, una costumbre procedente de un pueblo sin historia y de dudosos gustos en muchos ámbitos, podemos esperar de todo. Nada nos turba. Alguna vez podrían ofrecernos en el extranjero manteca colorá, las copas servidas como Dios manda, un aperitivo cardiosaludable de aceite en vez de mantequilla, chicharrones, tortillitas de camarones y manjares similares. ¿Y un catavino? Con la belleza que tiene un catavino servido a su medida en un velador bañado por el sol andaluz.

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