De la mano de mi padre descubrí la ciudad de Huelva

Ahora que hemos tenido que perimetrarnos, los urbanitas de ciudad y pueblo grande echamos más de menos que nunca el campo, la playa y la montaña. En esta epidemia, como en todas, la gente huye de la ciudad, porque hay algo ancestral e irreprimible en nuestra memoria colectiva que relaciona la naturaleza con la salud. Quizás por eso, durante los últimos meses han proliferado los senderistas solitarios, los grupos de senderismo, las descargas de Wikiloc y las ventas de utillaje ad hoc en las grandes superficies comerciales. Alguien preguntó, incluso, el otro día, en una red social, hasta dónde llega el municipio de Huelva… por ver, seguramente, hasta dónde podía andar sin salirse de él. Y es posible: nos queda aún un hermoso entorno y la posibilidad de redescubrir la ciudad buscando en el pasado y las raíces.

De la mano de mi padre descubrí yo, hace muchos, muchos años, la ciudad de Huelva. Desterrada como estaba mi familia por el cierre de la frontera de Gibraltar en una ciudad que nos era extraña y ajena, invadidos por la nostalgia de nuestro pueblo y de nuestro paisaje propio, mi padre me tomaba de la mano para conocer una Huelva tan distinta a la de ahora que, cuando se la describo a mis hijos, creen que ya he cumplido doscientos años. Un día, visitábamos las Tres Ventanas atravesando un sinfín de huertos que ahora son la Avenida de Andalucía. Volviendo la vista atrás, podía verse recortado el torreón de la clínica británica de MacKay y MacDonald sobre el lomo de un cabezo y era muy hermoso encontrar algún que otro burrito y caminar entre sembrados de acelga y coliflor. Otro, nos acercábamos a la Punta del Sebo, esquivando las primeras fábricas, entre eucaliptos y árboles que yo recuerdo de gran porte. En El Conquero, que me parecía desde mi casa el sitio más lejano del mundo, todavía se podían ver las casas semi-cuevas de El Chorrito, el alto y el bajo, y las trochas tortuosas que bajaban hasta Las Colonias entre pitas y chumberas. También allí había huertos, y en el Cabezo de la Horca y en las traseras de la calle Montrocal y en el cabezo de La Joya. Y no era raro volver de esos paseos con un manojo de rábanos o una bolsa de tomates. No sabía entonces que esa era una parte profunda de nuestra Historia: los cabezos poblados, arados y cultivados, desde los que nuestro origen se derramaba hacia el mar. Recordando, paseo ahora por las tardes por esos mismos sitios, pero ya edificados.

Nos es mala idea aprovechar esto de los perímetros para recuperar lo que los geógrafos llaman el "ruedo" o volver a los barrios por los que, llevados por las prisas y las ansias de alejarnos, ya nunca pasamos. Lo mejor de todo es que no hace falta ropa caqui, ni bastones de marcha nórdica ni botas con agarre. Basta con llevar la mirada atenta al detalle y un poco de Historia en los bolsillos.

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