La luz

Mientras llega y no el relevo nuclear, habremos de recuperar el viejo idioma del abanico

Ayer nos explicaba aquí Diego J. Géniz el intríngulis monetario de la luz, del nuevo recibo de la luz, de modo que si usted pone la lavadora a ciertas horas, si usted se aguanta las ganas de refrescarse al mediodía, si usted economiza en calefactores y braseros (pero no el brasero de picón, que aún hemos conocido en la Sevilla de los setenta y en la adusta España solariega), si usted hace todas estas cosas, digo, es posible que alcance a ahorrarse ciento cincuenta euros al año. Lo cual, dado el importe actual de la luz, y considerando lo largos que son los años sin aire acondicionado o con calefacción al ralentí, nos parece un ahorro bastante exiguo para tanta contención y molestia.

Es verdad, por otra parte, que dicho escalonamiento por tramos pretende facilitar el trabajo de las eléctricas, para que sea la demanda quien se adapte gentilmente a la oferta. El mayor problema que vemos, claro, es la realidad. Y la realidad nos dice que, salvo excepciones, la gente suele padecer el calor y el frío a las mismas horas. Si uno pudiera decidir cuándo hay que ponerse a sudar o a tiritar, cada cual escogería el consumo a conveniencia. Pero tratándose de la vil fisiología, que a tanta humildad nos obliga, parece que las eléctricas van a seguir cobrándonos -con enorme aflicción- las horas punta. Y lo mismo cabe argüir para las lavadoras, etcétera. Salvo quienes viven empercudidos y felices, en un salutífero oasis de tranquilidad y mugre, el resto ponemos las lavadoras cuando las necesitamos. Y mayormente cuando queremos que los niños, y los padres de los niños, vayan con cierto aseo a sus respectivas labores. Lo cual excluye, como parece obvio, la arriesgada práctica de la lavadora nocturna (los vecinos suelen ser muy suyos en cuanto al sueño), pero también esa idílica planificación que nos lleva a posponerlo todo, ay, para el fin de semana.

Según el profesor Lozano Leyva, todo este asunto sería menos gravoso si acudiéramos a la energía nuclear, que es la más limpia, segura y abundante que existe. El ecologista Michael Shellenberger recordaba lo mismo, recientemente, en su libro No hay apocalipsis. Pero, mientras llega y no el relevo nuclear, habremos de recuperar, en las horas más ardientes de la canícula, el viejo idioma del abanico, que tanto resultado dio a nuestras tatarabuelas. Muchos de los amores del Ochocientos quizá fueran consecuencia de un sofoco, de un hipo, de una tufarada, de un lento batir del aire junto al amado con tupé y leontina.

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