18 de julio en el Valle

La abadía de la Santa Cruz es hoy símbolo de lo mejor de la Iglesia española

Por una circunstancia fortuita me hallé el pasado domingo, 18 de julio, en la Misa tan maravillosamente cantada que la comunidad benedictina del Valle de los Caídos celebra en todas las fiestas litúrgicas, e incluso a diario con menor solemnidad. No dejaba de tener su pequeño morbo el asistir en ese lugar a un 18 de julio ya sin la sepultura de Franco, pero si alguien llegó hasta allí atraído por ese detalle, debió considerar baldío el viaje. La normalidad dominical caracterizó toda la hermosa celebración, seguida por numerosos fieles y presidida por un obispo venezolano que rogó vehementemente oraciones por su patria. Naturalmente, como cada día en El Valle, se rezó también por España y por la paz entre los españoles, encomendada a los mártires allí enterrados.

Cuesta creer, si se ha asistido a cualquier celebración en ese lugar, siempre pulcrísimas y cuidadas hasta el mínimo detalle dentro de la austeridad benedictina, que la basílica de la Santa Cruz y la comunidad que la sirve puedan concitar la malevolencia que se desprende de tantos comentarios y de la actividad de los sucesivos Gobiernos desde hace ya años, aunque el de Pedro Sánchez haya superado todas las marcas. Es un rasgo característico del monacato el concentrar el odio de las fuerzas que, a lo largo de la Historia, se han ensañado contra la Iglesia, que reconocen la asombrosa potencia espiritual que se esconde bajo una vida sencilla entregada al culto y a la oración. Inevitablemente, tras el ataque a la vida monástica, bajo el pretexto que cada época ofrezca, siguen siempre otras formas de pérdida de libertad cuando no de persecución.

La abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos es hoy símbolo de lo mejor de la Iglesia española. Que el Gobierno no cese en su hostilidad, que prepare nuevas leyes revanchistas y liberticidas con, entre otras totalitarias pretensiones, el declarado propósito de hostigarla y procurar la expulsión de la comunidad es algo que los católicos no deberíamos permitir. Especialmente recae la responsabilidad en parte de la jerarquía, la más involucrada por razones jurisdiccionales y de liderazgo episcopal, que parece oscilar entre el lavatorio de manos y la aceptación de las treinta monedas. Contra los malos pastores que dispersan el rebaño clamaba precisamente Jeremías en la primera lectura del pasado 18 de julio. Oráculo del Señor: "Voy a pediros cuentas por la maldad de vuestras acciones". "El que tenga oídos, que oiga" (Mt 13,9).

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